Los sobrevivientes
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“...No comprendo como el tiempo pasa,
yo, que soy tiempo y sangre y agonía”.
Borges.
¿Cómo desdoblar nuestra vida del diario acontecer de la muerte? ¿Cómo en su devenir, el tiempo arrastra vida y muerte a la par? ¿Cómo comprender ésto? Estas preguntas arden cuando miramos hacia atrás y la nostalgia nos clava su estilete, ensoñador y complaciente; y nos convierte en dioses de barro frágil capaces de justificar o reinventar nuestras ilusiones perdidas y nuestras ausencias vitales; sólo para derrotar a esa cotidiana muerte que nos atosiga sin descanso. ¿Es válido vencerla con una nostalgia acorazada, pegada a nuestro cuerpo? O es mejor enfrentarla sin protección alguna para vivir el presente con indomable espíritu de futuro.
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Estos pensamientos venían a mi mente mientras escribía algunas letras para conmemorar el trigésimo aniversario de nuestra generación preparatoriana. Lo confieso, no soy afecto a este tipo de celebraciones, pero en esta ocasión las amistades que cultivé durante esa época de mi vida me prodigaron a escribir las siguientes líneas: 30 años: Número cabalístico. Celebratorio. Repensar los tiempos idos es morir un poco, pero qué importa. Dejemos que la nostalgia nos inunde e invoquemos a los fantasmas de nuestra adolescencia. Abracémoslos con júbilo; reconstruyamos con ellos aquella época de profunda intensidad que marcó nuestras vidas de manera indeleble. Dejemos que celebren con nosotros hasta saciarnos de detalles, de travesuras, de estupideces, de aventuras; inclusive de utopías y de sueños inalcanzables que nos poseyeron en aquel momento, en el cual, nos sentíamos invencibles.
Y lo éramos, porque la vida nos pertenecía de manera tal que la vivíamos a cada momento con la muerte a cuestas sin importarnos un bledo. Dejemos, como diría Borges, que estos fantasmas asistan a nuestro aniversario con los rostros de los hombres que hemos sido a lo largo de los últimos 30 años, para arroparlos con íntima ternura. Porque estos hombres hablan de las muchas muertes de las cuales hemos resucitado para sobrevivir en esta tierra. ¿Cómo negar que cada uno de nosotros, de alguna manera, ha tocado fondo y regresado? Para perdonar y ser perdonado. Para amar y amarse a uno mismo. Para esperanzarse con los otros y esperar de nuestras propias fuerzas. Para abrazar la vida y ser abrazado por ella. Somos sobrevivientes con varias cicatrices acuñadas en el alma como viva prueba de nuestras resurrecciones. Cada uno de nosotros es “el otro, el muerto, el otro de mi sangre y de mi nombre”. Juntos somos “el hombre que detuvo las lanzas del desierto”.
Hace 30 años pedimos con Cavafis que el camino por delante fuera largo, lleno de aventuras y conocimientos, sin temer los restregones, los ciclones o al airado Poseidón. Encontramos numerosas montañas de Vulcano. Visitamos puertos con placer y alegría por primera vez. Compramos en mercados fenicios mercancías finas, madreperlas y corales, ámbar y ébano, toda clase de enervantes y perfumes. Estuvimos en múltiples ciudades egipcias. Aprendimos sin cesar, de la agridulce vida: honrando a nuestros muertos y a nuestras muertes.
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Haber iniciado el viaje hace 30 años, quizá dio éxito o dinero a algunos, poder o estatus a otros, pero sobre todo nos concedió una experiencia y una sabiduría humanas que serán los legados más preciados para la gente que queremos y que nos ha querido, de alma a alma. Esa será la frágil, tenue huella que dejaremos como hombres, cuando finalmente nos hayamos ido, y por qué no, cantando dos frases de la milonga de Jacinto Chiclana, “siempre el coraje es mejor, la esperanza nunca es vana”.