El primer Sherlock Holmes

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Recuerdo la primera vez que leí un cuento de Sherlock Holmes. El detective más famoso de todos los tiempos llegó a mí en un libro prestado. En la portada aparecía un dibujo de Sherlock con capa, gorra y lupa, un outfit inventado por las adaptaciones cinematográficas. No sé si yo tenía 19 o 20 años, pero descubrí el encanto que ha flechado a millones de lectores desde 1887, cuando se publicó “Estudio en escarlata”. Por alguna extraña razón, que analizaré más tarde, las historias policiacas me proporcionaron un estado de buen ánimo. El estrés se iba cuando empezaba un misterio por resolver. No se trata de evasión. Nunca he entendido la lectura literaria como un escape de la realidad. Pienso que el propósito es el opuesto: aprender algo de la vida o sentirnos acompañados para vivir.
Para crear a Sherlock Holmes, Arthur Conan Doyle se inspiró claramente en el primer detective conocido en la literatura: Auguste Dupin. Este personaje fue propuesto por Edgar Allan Poe en sus cuentos. Pero la audacia de Conan Doyle llevó hasta las alturas más envidiables a su hombre inteligente, excéntrico y difícil, características que comparte con Dupin. Hace unas semanas leí “Estudio en escarlata” y en los primeros capítulos el doctor Watson compara las habilidades de su compañero Sherlock con el detective de Poe. Con gran sentido del humor (y la altanería), éste se siente superior: “Dupin era un tipo de poca monta”. También aprovecha para despreciar las obras de Émile Gaboriau, otro pionero de la literatura policiaca. En la vida real, Conan Doyle confesó ser un gran admirador del trabajo de ambos. Sin ellos no tendríamos Sherlock.
En uno de sus ensayos, Jorge Luis Borges argumenta que un clásico es “aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo ha decidido leer como si en sus páginas todo esto fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”. Esto me sucedió con “Estudio en escarlata”. Lo leí con el entusiasmo, la emoción y sorpresa que esperamos de “los clásicos”. Y como todo clásico, no decepcionó. Me parece muy bella la idea de Borges: la diferencia entre un clásico y cualquier otro libro es la forma de leerlo. Aunque esta novela de Conan Doyle no fue siempre un clásico y tuvo que enfrentarse al juicio de los lectores de su época. En “Mis libros: Ensayos sobre lectura y escritura”, el afamado autor británico relata cómo fue el azaroso comienzo: “Pero cuando mi librito de Holmes empezó también a viajar atrás y adelante, me dolió, porque sabía que se merecía un destino mejor. James Payn lo aplaudió pero lo encontró demasiado corto y al mismo tiempo demasiado largo, en lo que llevaba bastante razón. Arrowsmith lo recibió en mayo de 1886 y lo devolvió en julio sin haberlo leído. Dos o tres le echaron un vistazo y lo desecharon”.
Conan Doyle recibió una única propuesta de publicación de Ward, Lock & Co. Vendió los derechos de “Estudio en escarlata” por la triste suma de veinticinco libras: “Así que acepté y el libro se convirtió en el Beeton’s Xmas Annual de 1887. Nunca he recibido ni un penique más por él”, detalló el escritor. En esta obra los lectores presenciamos el encuentro entre Sherlock y el doctor Watson. Gracias a un amigo en común, se conocen y deciden compartir la renta de un apartamento. Luego aparece el asesinato y el médico descubre la peculiar profesión de su compañero. La historia fue tan exitosa que el narrador escribió una prolífica serie conocida como el “Canon Holmesiano” que consta de miles de páginas reunidas en novelas y libros de cuentos. Regreso a ese buen humor que me causa la lectura de Sherlock. Ahora hay demasiados detectives, pero a él le guardo un gran cariño. Quizá me gusta que no es solamente una máquina de pensar ni un frívolo. Cuando puede lanza aforismos y reflexiones sobre la vida, toca el violín, sabe de obras literarias y musicales. Solo un conocedor de las pasiones humanas encuentra la clave de todos los misterios.