El principio de Saltillo

Opinión
/ 26 julio 2023
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Poco a poco, tal como las empresas grandes suelen irse haciendo, fue creciendo y volviéndose próspera la ciudad niña. La hacían adelantar el trabajo de sus dos razas de pobladores. Los tlaxcaltecas no eran indios corrientes y comunes, sino muy principales señores. Los españoles no tenían a desdoro emparentar con ellos, y muchos hasta cambiaron el lugar de su morada, mudándose de la villa española al pueblo tlaxcalteca, casi siempre para acogerse al beneficio de que gozaban los llegados de Tlaxcala −ya quisiera yo para mí tal beneficio− que consistía en no pagar impuestos.

Extendieron sus posesiones los tlaxcaltecas. Las tierras que hoy son de Arteaga les pertenecieron, pero las viudas de sus primeros propietarios las vendieron a españoles, uno de ellos con el aventurero nombre de Tenorio, y desde entonces no hubo población de tlaxcaltecas al oriente de Saltillo, y sólo en el poniente se quedaron ellos. Es al poniente de la ciudad, a partir de la calle de Allende, donde hay calles con nombres como Xicoténcatl, Cuitláhuac, Moctezuma, Ahuizotl, que con esos nombres siguen todavía. La placita que ahora la gente llama “del Mercado”, que antes decían de Manuel Acuña por encontrarse ahí la bellísima efigie que en mármol talló Jesús Contreras del infortunado poeta saltillense, se llamó “Plaza Tlaxcala”.

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Al poniente también se advierten todavía los últimos restos de las añosas huertas de los tlaxcaltecas que plantaron con sus manos y que desaparecieron con la agresión violenta de los tiempos, que llevaron cemento armado y asfalto no siempre bien armado a los sitios donde antes había sólo frondas umbrosas de nogales con las ramas llenas de frutos y de canoras aves. Y están en el poniente de la ciudad del Merendero “Saltillo” y la panadería de los Mena, beneméritas instituciones que cotidianamente hacen el milagro de preservar para nuestro paladar y nuestro corazón el pan de pulque, herencia preciadísima en que se fundieron la alba harina de los españoles y el jugo del maguey tlaxcalteca, y que supongo es el manjar oficial del Cielo, si es que en el Cielo comen, y si no pues qué lástima y pésame mucho.

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Con buena harina estaban hechos y eran de buena masa también los hombres blancos que poblaron Saltillo. Había entre ellos, claro, aventureros desaforados que traían la vida en el filo de la espada. Pero no nos llegó aquella caterva de forajidos que hicieron otras poblaciones, carne de horca, gentuza de mala ralea reclutada entre lo peor de lo peor. Los que aquí nos llegaron −sonoros hombres y nombres muy sonoros: Juan de Erbáez, Baldo Cortés, Cristóbal de Sagastiberri− eran hombres que no tenían a mal encallecer las manos con la azada ni doblar las espaldas sobre el arado para lograr los frutos de la tierra. No había minas aquí, pero hallaron aquellos hombres el oro de las mieses y la plata de linfas cristalinas para regar sus eras. Se desmintió aquí la frase tan tristemente cínica, aplicada a las exploraciones y fundaciones en la Nueva España, que afirmaba que “Donde no hay plata no entra el Evangelio”. Aquí entró, pues lo trajeron aquellos santos varones que se llamaron Lorenzo de Gavira, fray Juan Larios y otros de igual fortaleza y santidad.

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