En febrero de 2022, cuando Putin inició su guerra de agresión injustificada e invadió de manera artera y premeditada a una nación vecina, muchos no preveíamos que existiera una Ucrania independiente un año después. Cuando desencadenó las hostilidades que de manera reiterada había venido negando tener contemplado iniciar, el Kremlin visualizaba una operación relámpago que tomaría la capital ucraniana, decapitaría al Gobierno y destruiría la capacidad de resistencia de la nación. La expectativa, tanto en Moscú como también Washington, era que Kiev caería en cosa de días y que la resistencia armada convencional cesaría poco después. Rusia controlaría entonces la mayor parte del país, lo que daría pie a una insurgencia ucraniana con perspectivas inciertas. Algunos funcionarios de naciones de la OTAN incluso ya miraban más allá de la guerra hacia las ramificaciones europeas y globales de una derrota ucraniana.
A un año de la invasión, la tracción favorable ha oscilado de un lado al otro, y con ello también lo ha hecho la narrativa del conflicto, pero algunas cosas sí que no han cambiado. Ucrania sigue siendo una nación soberana. Zelenski sigue siendo presidente. Kiev permanece libre. El Occidente geopolítico permanece unido y firme en su apoyo a Ucrania. El sur global sigue nadando de muertito con su neutralidad prorrusa. Rusia sigue siendo incapaz de lograr sus objetivos de guerra. Ucrania sigue sin poder recuperar todo su territorio. Y el cese de hostilidades y la paz siguen estando lejos.
No obstante, la semana del primer aniversario de la invasión está puntuada por una serie de lecciones e interrogantes importantes acerca del conflicto y de lo que se viene.
La primera es que los líderes importan y que también cometen errores. Es obvio que Putin se equivocó cuando asumió que Ucrania no podría montar una resistencia seria y calculó mal las capacidades y destreza militares rusas, la tenacidad de Ucrania y la voluntad de Europa para pivotear y encontrar fuentes alternativas de energía. Zelenski se erigió en el líder que Ucrania necesitaba. Y puesto de otra manera, ¿qué habría ocurrido si Trump estuviera en la Casa Blanca en lugar de Joe Biden? La segunda es que los Estados generalmente tienden a unirse para oponerse a los actos abiertos y flagrantes de agresión internacional. Y Rusia será mucho más débil en el futuro sin importar cómo termine finalmente esta guerra. En ninguna parte es más clara esta tendencia que en la decisión de Suecia y Finlandia de abandonar décadas de neutralidad para buscar su membresía en la OTAN. La tercera lección es que, como en el futbol, esto no se acaba hasta que se acaba. A pesar de varios cambios de fortuna, ninguno de los bandos ha sido capaz de asestar el golpe de gracia. Las exitosas contraofensivas que comenzaron el verano pasado reforzaron las esperanzas de Kiev de recuperar todo su territorio ocupado, incluida Crimea. Sin embargo, Rusia sigue siendo una potencia importante, con más de tres veces la población de Ucrania, una gran base industrial militar y reservas sustanciales de armamento. Sus líderes ven la guerra como un conflicto existencial que Rusia debe ganar. El apoyo externo puede permitir que Kiev mantenga la línea de frente y obtenga ganancias limitadas en la primavera, pero expulsar a Rusia de todo el territorio que ahora controla puede ser imposible, sin importar cuánta ayuda se envíe. Pero de estas lecciones, quizás la más crucial sea esta: el orden global no es inherentemente sólido ni inherentemente frágil. Tiene exactamente tanta fuerza y resiliencia como aquellos que lo valoran puedan sumar, movilizar y sostener cuando a aquel se le pone a prueba.
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