“Se ha hecho común la idea que afirma habernos acostumbrado al horror, a la impiedad, atravesados como estamos por las actuales dinámicas de la realidad y su representación en los mass media”. Así comienza Ileana Diéguez el prólogo para el libro “El cuerpo ausente” de autoría de Miguel Rubio Zapata, libro que es una recopilación de memorias y reflexiones alrededor del trabajo de Yuyachkani, grupo de teatro del que éste es director y cofundador.
Yuyachkani es ya un nombre mítico en el ámbito teatral. Nombre de un grupo que desde hace 35 años representa un ejemplo claro de la corriente de teatro latinoamericano que en los años 70’s y como respuesta al ambiente social y político del momento, se involucra en un proceso de creación que toma lo real como materia prima y al teatro como respuesta política a lo que sucede. En las creaciones de éste y muchos otros grupos teatrales enfrentados a dictaduras militares, regímenes autoritarios, guerras contra el narcotráfico y otros acontecimientos que implican violencias generalizadas, lo que destaca es la presencia del dolor y de todo lo que éste genera: frustración, confusión, a veces duelo.
El dolor, un tema recurrente en el arte, pero tan difícil de abordar. Y es que en momentos en los que la realidad supera a la ficción, resulta inútil – quizás imposible – protegerse con el manto de otros mundos. Simplemente, el mundo que se tiene enfrente es demasiado urgente como para no pensar en ello. Son esos momentos en la historia de las sociedades y de los propios artistas, en los que la acción artística no puede simplemente seguir siendo pensada como acto estético y pasa al campo del acto ético.
La combinación de lo real con la violencia, con el dolor, requiere de un tratamiento especial. Muchas conferencias y mesas de diálogo se han desarrollado a partir de la cuestión del abordaje del dolor ajeno, inclusive del propio, cuando ese dolor viene de situaciones complicadas como la desaparición forzada, matanzas en masa, abuso sexual. ¿Cómo evitar usurpar la voz de las víctimas?, ¿es pertinente tratar temas que no se enfrentaron en carne propia?, ¿y hasta dónde es pertinente mostrar?
Trabajar con la menor mediación posible los terribles dramas de nuestro tiempo, trabajar para que la memoria no se borre; esos son los recursos recurrentes que Diéguez menciona en su texto. Realmente no hay conclusiones definitivas, simplemente el consenso de que existe esa sensación; la que reclama que, en estos temas, para merecer hablar de ellos, hay que pagar un tributo: el de la propia seguridad física o emocional, el de la distancia, el de la no-implicación del ser completo que somos, no sólo del artista, sino del ser humano. Y también el de ser el centro del asunto, porque conforme se va cavando más y más en estos temas, nos damos cuenta de que el tema simplemente supera cualquier ego personal que se haya tenido.
La verdad es que no creo que el abandonar el lugar central en la creación y en la obra sea una decisión puramente desinteresada en estos casos, más bien, las circunstancias de éste tipo de proyecto parecen siempre llegar a una encrucijada. Crear desde la individualidad, volverse el recipiente de una situación que se es más grande que uno es simplemente inviable. Es solitario, es triste y genera la sensación de ser totalmente irrelevante a la situación que se enfrenta.
En cambio, he descubierto, y seguramente muchos antes que yo también, que el abrirse a lo colectivo no solamente da sentido real a la creación artística en escenarios de violencia, sino que es la compañía, aún desde el dolor, la que expía un poco de todo aquello que se ha tenido que enfrentar. Algunos creadores se vuelven mensajeros de otras voces que es más importante escuchar, algunos colocan el cuerpo y el dolor propio en comunidad con otros. En cualquier caso, hablamos de procesos que sólo tienen sentido en su accionar con el otro; porque hay dolores tan inconmensurables que no se pueden soportar de otra manera.