El traje invisible de la cultura: promesas y realidades
“El traje nuevo del emperador” es un cuento infantil escrito por Hans Christian Andersen en el que unos astutos estafadores convencen a un vanidoso emperador de comprar un lujoso traje cuya tela invisible no puede ser vista por los ignorantes. Sobra decir que dicho traje no existe, pero como todos los que rodean al emperador – y al final el emperador mismo – tienen miedo de ser tachados de ignorantes, la mentira continúa. Así, el emperador da un paseo por su reino, completamente orgulloso – y desnudo – hasta el momento en que un niño se atreve a gritar lo obvio.
Más allá de las lecciones clásicas atribuidas al cuento como “no hay preguntas tontas”, parece que el mismo encierra también otras dirigidas hacia el público adulto, como que algunos están dispuestos a concordar con lo que sea con tal de no ser juzgados o lo fácil que puede ser vender aire haciéndolo pasar por otra cosa. El cuento me recuerda, por ejemplo, a la política cultural mexicana.
Los paralelismos con las estrategias culturales que se manejan en el país, sobretodo en provincia, a nivel estatal y municipal son de terror. Proyectos culturales autorizados, museos y teatros no son invisibles, pero en ocasiones se sienten como si lo fueran; como si los impuestos de los ciudadanos fueran remplazados por aire. Existe, por ejemplo, el sonado caso de “La golondrina y su príncipe”, proyecto del 2022 auspiciado por el gobierno de Chihuahua, cuyos presupuestos millonarios fueron considerados extremadamente inflados y sin correspondencia con la calidad del resultado. Estos casos son, por desgracia, bastante comunes.
Existen también otros casos más sutiles – y más cerca de casa – que no por ser más discretos o, quizás, realizados con menos alevosía y ventaja, no guardan relación con la misma metáfora: en Coahuila tenemos un Consejo Ciudadano de Cultura que por tecnicidades legales funciona como un organismo de información, pero sin actividad vinculante; en Saltillo, tenemos un Teatro de la Ciudad – y un teatro de cámara adjunto – que por problemas de disponibilidad y falta de mantenimiento no sirve completamente a los propósitos que un edificio teatral coordinado por el estado debería cubrir. Dos casos, si me lo preguntan, de trajes invisibles vendidos como trajes completamente funcionales.
Si el Teatro de la Ciudad mantiene, a veces, algo de actividad, alcanzará apenas para cumplir con los pantalones del traje prometido. Un oficio emitido por artistas escénicos saltillenses y que espera respuesta de la Secretaría de Cultura el día de hoy, lista mejor de lo que yo podría la situación actual: Un teatro de cámara en desuso sometido a políticas que impiden su utilización de forma simultánea a la sala grande del Teatro de la Ciudad, personal cuyos horarios de trabajo no corresponden a la realidad de cualquier actividad escénica en el mundo, altos costos y la imposibilidad de rentar el espacio los domingos – a pesar de ser uno de los días más redituables para los eventos y más viables para la asistencia del público – son algunos de los problemas principales que se listan. Se sabe que el Teatro de Cámara Jesús Valdés será utilizado como sede para algunas presentaciones de la Muestra Estatal de Teatro este mes, sin embargo, no existe de momento ningún otro plan expreso para su reactivación; además, es de destacar que las actividades de la MET fueron agendadas de lunes a viernes, manteniendo la extraña situación que existe en el espacio durante los fines de semana.
Tema aparte – pero no tanto – es el mencionado Consejo Ciudadano de Cultura que, por cierto, se renovó recientemente y que despierta con cada elección las mismas interrogantes e inconformidades sobre las que otros miembros del gremio ya han escrito hasta el cansancio. Hasta que la legislación sea alterada para que las decisiones del mismo sean vinculantes, bastará decir que ese es un traje de pluralidad y participación auténticamente invisible. Así, como no queriendo, el sector cultural del estado es obligado a andar mediana o completamente desnudo; aunque todos nos demos cuenta, mientras unos cuantos “niños incómodos” son los que se atreven a gritar lo obvio.