El último Oscar Wilde
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El Príncipe Feliz era una estatua de oro colocada en la parte más alta de la ciudad. Todos admiraban la majestuosidad del monarca dorado. Tenía ojos de zafiro y espada de rubí. La gente lo comparaba con un ángel, con una veleta. Pero en el rostro del Príncipe corrían las lágrimas. Una golondrina, que llegó para refugiarse del mal tiempo, le preguntó el porqué de su tristeza. El Príncipe le contó que cuando él gobernaba tuvo una vida de placeres y frivolidad. Ahora que era una estatua podía ver la miseria de la gente. Así empieza el cuento que marcó con profundidad mis primeros años como lectora. Las historias tristes para niños me fascinaban. No eran predecibles y hablaban de esa otra parte de la vida que también existe en la infancia: la pérdida, el miedo, la melancolía. Por eso me grabé muy bien el nombre del autor de “El Príncipe Feliz”: Oscar Wilde.
Los siguientes años, leer las obras del gran dandi irlandés se convirtió en una adicción. Volví a sufrir con “El ruiseñor y la rosa”; me divertí con “El fantasma de Canterville” y “La importancia de llamarse Ernesto”; perdí el sueño con “El retrato de Dorian Gray” y me aprendí de memoria los versos de “La balada de la cárcel de Reading”: “Todo hombre mata lo que ama / el cobarde con un beso / el valiente con una espada”. En uno de los libros aparecía el emblemático retrato de Wilde donde posa con su bastón, abrigo de piel y cabello largo y peinado. Me gustaba contemplar la fotografía. Era aún más fascinante pensar que ese hombre hermoso y elegante, tan luminoso quizá como su mismísimo Príncipe Feliz, había sido uno de los escritores cumbre de su época. Aunque la desgracia lo tocó con la llegada de Lord Alfred Douglas, un amor destructivo (si a eso puede llamársele amor). Wilde fue condenado a dos años de trabajos forzados por el delito de sodomía, cargo que se imponía a las personas homosexuales. En prisión, el dramaturgo le escribe una carta a Lord Alfred titulada “De profundis” que hace referencia a un salmo y significa “Desde el abismo”. El texto es una de las obras más impactantes que conozco del género epistolar.
Esta semana vi la película “El Príncipe Feliz” (2018), dirigida y protagonizada por Rupert Everett, que retrata los últimos años de la vida de Oscar Wilde, cuando sale de la cárcel. La atmósfera del filme es oscura, grotesca, quizá “esperpéntica”, como diría Ramón de Valle-Inclán. Everett, en una actuación fuerte y delirante, interpreta a un Wilde enfermo, viejo, destruido y loco. Rechazado por la sociedad, humillado y sin poder trabajar, el escritor queda atrapado entre sus contradicciones personales y la fractura irreparable de la estancia en prisión. Desde el inicio hasta el final se intercalan frases del cuento infantil entre las escenas de la película, como aquello que el Príncipe revela a la golondrina: “El sufrimiento de hombres y mujeres es más extraño que cualquier cosa”. Wilde fue de esos artistas que conoció la gloria más absoluta y la marginación más terrible. La película se centra en esa parte dolorosa fuera del glamur y los aplausos.
A través de los años he aprendido a leer el trabajo de Oscar Wilde. Cumple los requisitos que según Italo Calvino deben tener los clásicos: “Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera” y “un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”. Las obras de Oscar Wilde siempre están hablándome como la primera vez y dicen cosas nuevas. Hay un dato que proyecta la película al final. Fue hasta 2017, 122 años después del juicio del escritor, cuando se promulgó la ley “Alan Turing” en Reino Unido y se pidió perdón póstumo a los 50 mil homosexuales, entre ellos Wilde, que fueron condenados. No tengo palabras para calificar las cifras y cómo cambia, después de esto, la lectura de la vida del autor. Acertó Rupert Everett al hacer la analogía con el cuento del Príncipe Feliz, que termina en la basura, pero reconocido al fin por la divinidad, al ver el corazón de plomo de la estatua y a la golondrina muerta a su lado.