Emily Dickinson: Poética del vuelo
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Algo sucede siempre que regreso a la poesía de Emily Dickinson. Me alienta de una forma que no puedo explicar. Descubrí su obra, muchos años atrás, en una clase terrible de literatura norteamericana. Teníamos al maestro menos apasionado del mundo. El primer día repartió las obras entre el grupo, como si fuera un sorteo, y a mí me tocó Emily. En la segunda vuelta fue Gertrude Stein. Los nombres iban de Walt Whitman a Truman Capote. Cada quien expuso a su escritor durante el semestre sin que nuestro profesor volviera a tomar la palabra. Todo valió la pena porque leí a Dickinson y a Tennessee Williams, otro poeta (un gran dramaturgo es un gran poeta). No contaré lo azaroso que resultó, en ese tiempo, conseguir un libro de Emily Dickinson en Saltillo. Encontrarlo me cambió la vida.
Los poemas de Emily son de corto aliento y larga profundidad. Abundan las metáforas de pájaros a los que llama Trovador, Charlatán, Petirrojo. La naturaleza también se escribe con altas: Mariposa, Arroyo, Mañana, Nieve. Detrás de los bosques y jardines, de las aves y las piedras, está latente el verso de la experiencia de vivir. Cuando Dickinson escribe sobre la crisálida, habla del poeta liberado del lenguaje. Cuando escribe sobre su perro Carlo, se refiere al corazón. Cuando escribe de los festejos de los poetas, se ríe un poco de ellos. Una sencillez como la suya, en poesía, nunca es fácil.
Recuerdo aquel primer encuentro con Dickinson. La pequeña ficha bibliográfica del libro mencionaba una historia no menos impactante. Decía que Emily era una excéntrica. Que no salía de su casa y se paseaba entre los cuartos vestida de blanco, como si fuera un fantasma. Que sólo leía la Biblia, la Eneida y los clásicos griegos. Que escribía casi por dictado divino, como San Mateo en aquel cuadro perdido de Caravaggio, donde se ve a un ángel tomando la mano del santo para escribir el evangelio. Y que con todo eso, logró revolucionar la poesía norteamericana a mediados del siglo XIX. Este mito, creado por algunos familiares y fortalecido por la industria editorial, deshumaniza a una mujer que en realidad estaba al tanto de las novedades literarias de su país. Se suscribía a las revistas. Estudiaba. Conocía la tradición poética y novelística de las mujeres escritoras de habla inglesa. Incluso, a varias, les dedicó sus versos.
Emily dejó, hasta donde sé, 1775 poemas agrupados por número en ediciones póstumas. En mi libro “Poesías completas” (cosa que no existe del todo porque nunca conoceremos las verdaderas obras completas de alguien) de Visor se compilan en 1433 páginas en edición bilingüe. Desde entonces se han publicado infinidad de títulos a manera de antologías. Inicié el año con una: “El viento comenzó a mecer la hierba”. Lo compré en Kindle y aparece dentro del archivo de “100 Clásicos de la literatura”. Su lectura me hizo regresar a mi viejo y pesadísimo tomo donde vemos cómo la poesía crece y evoluciona. Va de los pájaros a la muerte y de la risa a la meditación: “El arco iris nunca me confiesa / Que tormentas y ráfagas aún rondan por aquí, / y sin embargo me convence más / Que la filosofía”, nos dice en traducción de José Luis Rey el poema número 97.
Me es imposible retratar en los cuatro mil caracteres sin espacio que mide esta columna, la esencia de la poética de Emily Dickinson. Sólo diré que la obra contiene la vida, la sensibilidad y la cultura de una gran poeta capaz de inquietarnos el espíritu. Dejemos que ella hable en este poema de tres estrofas que se pierden. Lo dejo con todo y sus característicos guiones que ordenan el ritmo del lenguaje: “Siempre habrá cosas que vuelen - / Los pájaros – las Horas -Abejorros - / No lloraré por ellas. / Siempre habrá cosas que queden - / Las Colinas – Dolor – Eternidad - / Pero a mí no me incumben. / Y está lo que descansa y se alza luego. / ¿Yo podría explayarme sobre el cielo? / ¡Qué quieto permanece el acertijo!”.