Entre lo real y la intencionalidad estética: algunas reflexiones sobre la performance art (III)
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¿Es posible contemplar desde adentro? Esta duda surge mientras retomo la lectura de Jorge Dubatti para terminar este breve recorrido por dos problemas recurrentes: ¿Cuál es la frontera entre teatro y performance art? y ¿qué hace del performance un acto artístico? Y es que cuando entramos al terreno del acto espectatorial, todo comienza a enredarse de nuevo.
Según Dubatti, sin un espectador que mire desde afuera, el teatro no puede ser teatro. Ya el performance, y aún más, el happening – que debería dejar para otra ocasión – funcionan de maneras diferentes. O eso se supone que hagan. La verdad es que, como bien sabe cualquier investigador, el objeto de estudio hace lo que quiere y es uno el que tiene que seguirle la pista. La verdad, es que el teatro contemporáneo neciamente se aferra al performance y por eso decidió inventarse aquello de las “teatralidades”. La verdad es que para que el performance sea objeto artístico necesita también de espectadores, solo que no se quiebra la cabeza con tecnicidades como la frontera entre quién lo hace y quién lo observa. Sin espectadores, somos todos locos haciendo cosas solo porque sí.
Quizás el terreno del performance comienza precisamente en ese momento en que las presencias comienzan a mezclarse, y es que – como eventualmente reconoce Dubatti – es perfectamente factible contemplar un acto artístico desde adentro de la propia acción, aunque no todas las veces se contemple con los ojos. He ahí una segunda pista para localizar un performance que se enorgullece de serlo: la performance art dialoga con el otro – también – desde el universo de la sensación, por ello, aquella importancia de “poner el cuerpo” y por supuesto, hacerlo desde un lugar más inmediato que el de la ficción completamente cerrada en sí misma.
En todos los casos, el performer ha de poner el cuerpo, entre otros elementos, como medio para producir su arte. Ahora, como vimos arriba, si el performance no necesariamente trabaja con la línea imaginaria que separa al artista del público, en bastantes ocasiones veremos que el aceptar ir a ver un performance trae consigo la aceptación implícita como espectador de que el propio cuerpo también entre en este acontecimiento. Aquí comienzan las problemáticas, ya no teóricas, sino éticas de la performance art y las teatralidades que funcionan sobre la misma premisa.
No es una cosa que haya discutido una, sino varias veces: el consentimiento del espectador es necesario. En ocasiones y por el afán de conservar la imprevisibilidad y la reacción real del público, los artistas, no dudo que, con las mejores intenciones, acaban atravesando fronteras que es bueno preguntarnos si deberían ser atravesadas, y de qué forma.
Ya en la primera parte de esta serie de artículos mencionaba que es necesario que un espectador sepa que está ante un acto artístico para poder apreciarlo por completo. Pues bien, este requisito no es solamente para evitarse discusiones como la de la mujer delirante y la paloma – “performance” involuntario que ya establecimos que no cumple con todos los parámetros para ser considerado arte – es también para asegurarse de que no se atente involuntariamente contra la integridad de nadie. Una cosa es poner el propio cuerpo y llevarlo a los límites que hemos establecido, otro es poner el cuerpo del otro, sin advertencia previa, en un juego que no se sabe que se aceptó jugar.
El mayor reto de la performance art, me parece, es precisamente la claridad. Claridad de intencionalidad artística, claridad en lo que se quiere decir, claridad en las fronteras que serán – o no – atravesadas. Al fin y al cabo, podríamos resumir esta conversación al subrayar que lo artístico en el “arte de acción” está precisamente en el punto entre el artista querer mostrar algo y el interés del espectador por ese algo. Ni la mirada estética de un espectador puede volver performance una acción cotidiana, ni un artista puede crear sólo, sin la mirada que reconoce lo poético en el accionar.