¡Esta es mi iglesia!
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Antes de que Marlon Brando se convirtiera en una diva extravagante de doscientos kilos, interpretaba papeles increíbles en películas extraordinarias. Una de éstas es “On the Waterfront” (“Nido de Ratas”. Elia Kazan, 1954), oscuro drama que retrata la dura vida de los estibadores en el puerto de Hoboken, New Jersey, bajo el control de un sindicato mafioso que cobra altísimas cuotas y dispone del derecho al trabajo de todos los hombres del muelle.
El líder y capo es Johny ‘Friendly’ (Lee J. Cobb), un hombre rudo blindado por un séquito de matones que disuade a cualquier soplón.
De tal suerte que los cargadores están poco más que jodidos: Tienen un trabajo arduo, peligroso, escaso y malpagado; su vida además está empeñada con el tirano que los tiene sumidos en esa miserable circunstancia, bajo la política de la doble D, “deaf and dumb” (sordos y tontos): Si la policía pregunta, nadie vio nada, nadie escuchó nada, nadie sabe nada.
Brando da vida a Terry Malloy, fallida promesa del boxeo que terminó haciendo trabajos sucios para esta mafia (un personaje que incuestionablemente ayudaría años después a modelar a otro icono cinematográfico: Rocky Balboa).
Por supuesto, no hay película si no se pone en marcha un cambio. Y aunque el protagonista es Terry “Brando” Malloy, el principal promotor y agente para la transformación es el párroco local, el padre Barry, (Karl Malden, de “Las Calles de San Francisco”).
Tras atestiguar las atrocidades cometidas por el sindicato y luego de que alguien le reprochara su cómoda posición como simple observador desde la seguridad del templo, el sacerdote hace un serio compromiso con la comunidad: Los estibadores habrán de testificar y denunciar los crímenes del sindicato; el sacerdote se manifestará públicamente de su lado para visibilizarlos, lo mismo que a sus demandas, amplificando su voz y lo hará no sólo desde el púlpito, sino también en las calles, dispuesto a correr el mismo riesgo de morir a manos de los sicarios.
En un momento, hay otro sacerdote que le reprocha al padre Barry su temeridad, pero éste ha experimentado ya un despertar, una toma de conciencia de la que no hay retorno.
Un hombre es asesinado antes de poder declarar ante las autoridades y desde el mismo sitio del homicidio, junto al cadáver, el padre Barry comienza a predicar sobre cómo, cada vez que somos cómplices de un acto de corrupción, cada vez que callamos ante la injusticia, cada vez que dejamos a los rufianes salirse con la suya, participamos en la crucifixión.
“¡Regrésate a tu iglesia!”, le gritan los hampones mientras le arrojan inmundicias.
Señalando al cuerpo inerte a sus pies, el sacerdote responde con un grito: “¡Esta es mi Iglesia!”.
Por supuesto, es mucho mejor verlo que leerlo, pero quería compartirle que me conmovió revivir esta escena en la que un ministro de Dios decide tomar parte activa en los asuntos del hombre y ponerse del lado correcto, señalando a los que viven lujosamente a costa del sacrificio de las mayorías.
Y aunque durante los últimos años me he esmerado reiteradamente en dejar en claro a los lectores que no soy un hombre de fe, todavía me emociono cuando un líder espiritual tiene la mayor revelación de todas: la de que no hay acto más divino que aliviar el sufrimiento del prójimo.
Aquí hay una confusión porque muchos creen que las acciones de caridad ya cubren nuestra cuota de humanismo y hasta la propia Iglesia considera a veces que haciendo labor piadosa ya cumplió con su deber moral.
Pero eso y la limosna es nada. Uno no puede llamarse cristiano, persona de Dios, iluminado, o llamado por el camino espiritual mientras no se oponga decididamente a la tiranía y a los regímenes corruptos.
El mínimo requisito para militar del lado de Cristo, de Buda o de quien usted adore, es pronunciarse abiertamente en contra del estado opresor y de los cacicazgos.
Y aunque procurar comida y ropa para los necesitados, o un techo para los migrantes está muy bien, es apenas una obligación cívica que no nos va a ganar el Cielo. La caridad es necesaria, pero más importante y trascendental es la lucha social; sólo que ésta exige más que unas monedas o unas horas de trabajo comunitario; significa ponerse del lado de los desamparados, romper con el poder y pronunciarse públicamente contra sus abusos, lo que implica renunciar a la comodidad de llevarla bien con los poderosos.
Ostentar un liderazgo como el que ejerce la Iglesia en México y no emplearlo para romper con las cadenas de injusticia es inmoral. Cuando veo a los líderes religiosos, pastores y obispos ofreciendo los sacramentos a nuestra élite política, se me revuelve el estómago. Y es que de esta confianzuda cercanía entre Iglesia y política, sólo podemos esperar complicidad y mutuo encubrimiento.
Por eso hemos echado tanto en falta, ahora que está delicado de salud, a mi amado amigo y hermano Adolfo Huerta Alemán, el Padre Gofo, pues él como pocos ha utilizado su investidura sacerdotal y el poder de convocatoria de su ministerio para emancipar a la gente; para liberarla en lo social, en lo intelectual, en lo político y hasta en lo sexual.
El Padre Gofo ha salido a las calles para reclamarla como su iglesia, ha marchado y no pocas veces ha expuesto el físico defendiendo alguna causa social, prefiriendo siempre compartir el pan y la sal con la gente de su parroquia, antes que con el gobernador o el alcalde en turno; y se ha caracterizado por su irreverencia para quitarle a la gente la absurda noción de “lo sagrado”.
Las iglesias nos quieren domados, sometidos, dóciles, temerosos. Los hombres racionales -como mi hermano, Gofo-, aspiran a ver a sus congéneres plenos, felices, dueños de un pensamiento crítico y de su destino.
‘Brother’, sé que no la estás pasando nada fácil, pero sólo quería recordarte que te amamos por tu ejemplo inspirador y que ya se nos cuecen las habas por seguir compartiendo contigo la música, las risas, las lecturas, las ideas y quizás una cerveza. ¡Fuerza, hermano! ¡Te esperamos!