Filosofía del motor

Opinión
/ 30 octubre 2022

POR: JOSÉ LUIS CUEVAS QUINTERO

Al declinar por el sedentarismo, en detrimento del modus vivendi nómada, firmamos un pagaré tácito con consecuencias a las cuales no hemos terminado de acoplarnos, probablemente porque apenas han pasado algo así como 10 mil años. El fin del neolítico representó un cataclismo en la vida de los seres humanos, cuyo shock aún está padeciendo una cuarta (o quinta, el redentor libre) transformación.

La domesticación del suelo y de los animales devino en el surgimiento de la agricultura y ganadería, las cuales ofrecían una ventajosa zona de confort que –entre otras cosas– evitaba vivir en el desplazamiento a perpetuidad. Sin embargo, las necesidades ilimitadas y los recursos asaz escasos demandaron a las comunidades buscar alimento y cobijo en un radio en constante expansión.

Este fenómeno, lejos de estabilizarse, ha mostrado una firme tendencia al paroxismo: las manchas urbanas continúan en un desenfrenado crecimiento a costa del tiempo, paciencia, inteligencia y salud de las personas. No se lo tome personal, pero lo que hoy escribo es sobre una ciudad a la que creo conocer, aunque diariamente se esfuerza en reafirmar su condición camaleónica e insondable, propia de quien se resiste a ser conquistado y –con ello– pasado por las armas de la sodomía pasiva en sacra domesticación.

Esta urbe en ciernes se convirtió vertiginosamente en el reino de los coches debido a que es complicado (rozando lo imposible) trasladarse en sus entrañas en algo no sea el automóvil, las distancias no son amables y hay temporadas del año en las cuales el clima es inclemente para quien se atreva a transportarse cual neandertal. Ello pone las circunstancias a punto de ebullición para un suculento caldo de cultivo en donde se amedrente a los peatones resilientes para dejarse los ahorritos en una ranfla. En caso contrario, los herederos de la orfebrería se encargan de otorgar créditos a diestra y siniestra que cumplan el sueño de la falsa soberanía de movilidad.

El impacto económico de la bestial reproducción automotriz tiene alcances insospechados, por ello, aunque la comodidad sea costosa, estos seres rodados son capaces de cumplir caprichos a cabalidad con billete en mano. El señor Friedrich Engels tuvo uno de esos ojos de buen cubero para postular que hay dos grandes negocios del saber hacer: el de dinero y el del amor, pero hoy en día en estas calles de dios ¿en qué vamos a bendita sea la cosa si no es en coche? Del transporte público ni hablar. Con ello sólo queda el relumbrón del business de fabricar carros, y más aún, el de mantenerlos rodando es un oasis a mitad de este desierto de sedientos transeúntes.

De existir una regulación, las cosas marcharían como quien anda en piloto automático hacia un insoslayable despeñadero. En contraposición, en un lugar donde la bestia del asfalto es monarca resulta complicado escapar de los tentáculos que manejan (en todo sentido) sus veloces cuatro extremidades. Si bien se ha dicho que no hay mal que dure cien años, también es cierto que -de no desaparecer- siempre puede empeorar. El sindiós callejero tiene un sinfín de características donde, a la usanza de la Ley de Murphy, lo único más terrible que estar a merced de una hidra de cuatro ruedas, es encarar a una fiera degenerada.

En la metrópoli de la que les cuento (la “Atenas” del país) hay una variante de estas fieras motorizadas que, por involución, recorre las noches en penumbra. Cualquier parroquiano que se cruce en su camino se convierte en presa potencial y/o accidental. Debido a que esto no obedece a un mal congénito, en esta fauna hay casos particulares como los que circulan con apenas una luz (invidentes parciales) o de plano aquellos que optan por no utilizar las direccionales.

En este sentido, Platón advirtió con suficiente tiempo (sólo unos cuantos milenios antes) sobre los peligros de vivir a ciegas. Es verdad que la oscuridad es capaz de crear figuras imaginarias en demasía tétricas como para extraviar el sueño más de una madrugada, y aunque los peores monstruos emergen tanto del ocio como del pensamiento mágico, un entorno lóbrego cobija depredadores reales en potencia, cuya presencia sólo es advertida demasiado tarde, es decir, cuando no hay más alternativa que enfrentarlos o entregar la vida en prebenda.

Saramago perdió la oportunidad de hacer un ensayo sobre la ceguera automotriz, no sólo por quienes carecen de iluminación propia a plenitud, sino también por la subespecie antitética de esta ralea, caracterizada porque sus recorridos citadinos tienen el propósito de cegar a quien se cruce en su camino. El resplandor emanado de esos ojuelos frontales tiene una potencia de tal magnitud que la luminiscencia emanada se asemeja a poseer una luna personal para invalidar la vista de los involuntarios espectadores. LED, le dicen. Esta elevada demostración de inconsciencia es atractiva, amén de peligrosa.

La proliferación de estas criaturas incrementó exponencialmente, dícese en un santiamén. Los grandes capitales han visto una suculenta gran oportunidad de negocio en las desatención –desinterés podía decir cualquiera– gubernamental del traslado (barato y limpio) ciudadano colectivo.

Ya picados y echando mano de la sabiduría popular que presume de bagaje, partiremos de la premisa “a menos burros, más olotes” para aseverar que el tráfico es oligofrénico. Buena parte del día acontece en la inacción de esperar una luz verde que resulta insuficiente para la sobrepoblación de automóviles. Si bien se hace latente la urgencia de un Thomas Malthus de los vehículos, hemos de reconocer que estas desesperantes experiencias ponen sobre el mantel la reflexión del filósofo San Agustín de Hipona sobre el tiempo <<¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé>>. Venga un viernes por la tarde a esta ciudad de dios, don Agus, para que vea cómo se puede perder el tiempo en la inmovilidad.

No obstante, el titipuchal de minutos que consume esta actividad intensamente pasiva no es aprovechado para cultivar la paciencia, una cualidad que se vuelve indispensable al montarse en estos cuadrúpedos que se apropian el espacio público, especialmente del que no les pertenece como las banquetas que queden a estas horas. Por el contrario, los jinetes en cuestión circulan con iracundo vigor, como si la ciudad (o sus malquerientes) les debiera algo.

Este adeudo no reconocido trae a colación el afilado colmillo del señor Søren Kierkegaard, quien vaticinó las consecuencias de un entorno tan hostil como el descrito. Un verdadero desgobierno que aumenta con la ausencia de una deidad guarura del bienestar social, esta falta patrocina elevadas dosis de angustia, cuyo éxtasis toca niveles pletóricos al circular por las “vías rápidas” de este pequeño salto de ciudad.

La actitud fogosamente maquiavélica (con perdón del señor Maquiavelo) crea una espiral de violencia, donde lejos de atender el consejo de la amistad en el que tanto insistió Aristóteles a través de su majestuosa Ética nicomáquea, nos encontramos ante una urbe de malhumorados Sócrates chabacanos empecinados en imponer su voluntad a otros chafiretes. Así se confirma que algunos bípedos sapiens-sapiens (brincándonos a Mister Descartes) son más res extensa que res cogitans, es decir, su conducta tras el volante es esclava de sus impulsos primigenios y no de sesudas reflexiones sobre el bien y mal. Qué novedad ¿no?

Las cuestiones beligerantes expuestas previamente fueron abordadas previamente con picardía por Maurice Joly en el hilarante “Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu” hace siglo y medio, en el cual –por lo visto– aprendimos poco socialmente.

Por otro lado, el lujo es juez y parte en el empoderamiento vehicular: pasa a ser causa y efecto en un mundo competitivo que demanda mostrarse gallardo y con un amplio catálogo de armas que demuestren quién es el más cómodo del condado a la hora de dejar caer la chancla. La posesión de un coche pasa a ser un diván freudiano en el cual hay vía libre para el derroche de fantasía y los sueños más prohibidos. No obstante, habrá que enlistarse en uno de dos padrones posibles: el complejo de Edipo si se circula en camioneta o de Electra si el motivo del deseo emana de un carro. Ya ni hablar de la carga pesada o el colectivo, ese queda a merced de la imaginación.

Desafortunadamente estas criaturas no tienen consciencia ni vida propia, a raíz de eso es que están a merced de quien ostente las llaves de sus cadenas. Corregir a los individuos detentores es difícil, pero necesario ya que su actitud kamikaze pone en riesgo a la ciudadanía que aplana calles sin el visto bueno del conductor. Para ello no bastan las multas y los regaños, es necesario echar mano de Judith Butler y la deconstrucción o, por lo menos, de un profundo análisis lacaniano que exponga sus infantiles anhelos de velocidad.

Expuesto lo anterior aún queda una interrogante por afinar: ¿el Superhombre de Nietzsche se movería con seis u ocho cilindros?

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