Formación
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A mí nunca me gustó ir a la escuela, lo que me gusta es aprender, y aunque escuela y aprender parecieran sinónimos, sabemos que no son lo mismo. Tal vez por eso, cuando alguien me pregunta si pienso que estudiar una carrera es necesario para ser un profesional, me cuesta mucho responder.
En el caso de las artes y especialmente del teatro, creo que las escuelas sirven como un “condensador” de experiencia para descubrir en cuatro años lo que probablemente te tomaría algunos más descubrir en las tablas. De todos modos, y aprendidas las bases, se trate de un actor, director, dramaturgo o quizás hasta un iluminador o escenógrafo, todos, tienen que encontrar su propia “técnica” dentro de la amplia gama de métodos que existen para crear.
La formación como tal no garantiza calidad o éxito, simplemente aumenta las herramientas para tratar de alcanzarlo, genera sobretodo una especie de estabilidad en la creación. Como una vez un cantante de ópera me dijo: todas las personas tenemos días buenos y malos; en los días buenos los resultados son fáciles de alcanzar, pero lo que se aprende con la experiencia es cómo evitar que los días malos determinen nuestro rendimiento. No quiere decir que alguien sin un título no pueda generar buenos productos artísticos, solamente quiere decir que existe la posibilidad – dependiendo de la escuela en que se formaron – de que la persona con el título tenga un poco más de recursos e información para generar un producto aceptable, en comparación con otras personas de su misma edad, pero no sus mismas oportunidades.
¿Es entonces hora de tirar por la borda a las escuelas de teatro y hacer una hoguera con nuestros títulos profesionales? Probablemente no, pero tampoco finjamos que dichas instituciones son el único y sagrado camino hacia la profesionalización. La profesionalización implica la mejora de habilidades para aumentar la competitividad, pero ninguna definición formal menciona como obligatoria la educación institucional. Esto se vuelve claro en el caso del teatro, pues cerrar las oportunidades a personas que carecen de un papelito legitimador implicaría colocar a la mitad de los miembros del gremio en categoría de amateur, cuando los resultados artísticos dicen otra cosa.
A mí ver, un artista profesional se parece mucho a lo que describe Néstor García Canclini en Culturas Híbridas, y poco importa donde haya adquirido sus capacidades: No se trata de exaltar algo tan poco asible como la idea de “genio”, sino la capacidad de artistas que conocen bien su oficio, las reglas autónomas que hacen funcionar su campo artístico y la ductibilidad para imaginar procedimientos de apertura a otros códigos que hagan que su creación sea verosímil para otros artistas y para públicos no especializados.
En ese sentido, si algo me parece importante, más allá de si existe escuela de teatro en la ciudad o no, es la oportunidad de ver teatro; especialmente teatro de otras latitudes y con propuestas diferentes de lo que se hace aquí. La exposición a posibilidades diferentes es siempre impulsora de evolución o por lo menos de cambio. Ojalá, sino una escuela de teatro, podamos tener en Saltillo más teatro de otros lugares; no porque el teatro local no sea de calidad, sino porque el intercambio y la integración con otras regiones se sienten necesarios para fortalecer, y ¿por qué no?, para profesionalizar el trabajo de todos.
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Escribo este artículo mientras en Saltillo se desarrolla la Fiesta Internacional de las Artes, en la que lo internacional, al menos en teatro, ha brillado por su ausencia. Se aplaude el apoyo a artistas locales, pero es preocupante la poca cantidad de teatro de otros estados, sobretodo porque se sabe que el Festival de Monólogos Teatro a Una Sola Voz tampoco visitará la ciudad. No olvidemos que la Muestra Nacional de Teatro también se realizó en Torreón. Mientras tanto, el público saltillense puede sentarse a esperar, porque a menos que la iniciativa independiente nos salve, el teatro de otras latitudes va a tardar en llegar.