Gentrificación en Panamá: ¿Un mal necesario?

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Si la gentrificación es inevitable, si es un mal necesario, entonces quienes más se benefician de ella deberían asumir, al menos, parte de sus consecuencias
Ya no me encuentro en Panamá. Desde el martes por la noche llegué a Campinas, en Brasil, donde permaneceré seis semanas. Sin embargo, en esta entrega quiero seguir hablando de Panamá, pues el tema lo amerita: la gentrificación, un fenómeno que está ocurriendo en muchas ciudades del mundo y cuyo caso más emblemático quizá sea Harlem, en Nueva York.
La gentrificación es un proceso de transformación urbana en el que barrios antiguos, tradicionalmente habitados por personas de bajos ingresos, comienzan a ser ocupados por residentes de mayor poder adquisitivo. Esto ocurre porque los nuevos habitantes encuentran atractiva la ubicación y el potencial de los inmuebles, que pueden adquirir a precios relativamente bajos. A medida que se invierte en la renovación de las viviendas y la zona adquiere un nuevo perfil comercial y cultural, los costos de vida aumentan, lo que en muchos casos provoca el desplazamiento gradual de los residentes originales, ya sea porque venden sus propiedades deterioradas ante la oportunidad de obtener un ingreso o porque el encarecimiento de la vivienda y los servicios les hace imposible permanecer.
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El Casco Antiguo de Panamá se encuentra justo en la recta final de ese proceso. No hay datos oficiales recientes, pero estimaciones sobre la cantidad de edificaciones restauradas en la zona indican que más del 90 por ciento han sido renovadas, lo que ha dado lugar a su imagen enormemente atractiva actual. Para entender qué tan acelerada ha sido esta transformación, en 2009, una oficina encargada de la renovación del Casco señalaba que el 70 por ciento de las construcciones se encontraba en deterioro funcional o estructural, y que sólo un 5 por ciento estaba en condiciones aceptables. Para 2013, la arquitecta Hildegarde Vásquez, presidenta de la Fundación Calicanto y residente del área, señalaba en una nota de La Prensa que en ese momento ni siquiera se había alcanzado el 50 por ciento de edificios restaurados.
El año pasado, un reportaje de La Estrella de Panamá destacaba que el Casco Antiguo había “experimentado una transformación significativa, convirtiéndose en el principal atractivo turístico de la ciudad”. Según esa fuente, el uso residencial del suelo se redujo drásticamente, pasando del 46.7 por ciento en el año 2000 al 22 por ciento en 2023, mientras que los negocios de hotelería, gastronomía, artesanía y entretenimiento nocturno han proliferado.
Pese a los beneficios, un creciente número de panameños se opone a la gentrificación del Casco Antiguo, en especial los residentes originales que aún permanecen en el sector. Para ellos, la renovación de los edificios ha significado la expulsión de la mayoría de sus vecinos debido al incremento en los precios de renta y servicios, así como un encarecimiento general del costo de vida. Hasta los alimentos resultan más caros: una comida en un restaurante típico puede costar el triple que en cualquier otra parte de la ciudad. Además, muchos perciben una pérdida de identidad cultural: “Aquí ya sólo hay turistas, porque son los únicos que pueden pagar por estar”, me dijo uno de ellos.

No hay manera de negar que estas quejas tienen fundamento. Y, sin embargo, ¿qué sería del Casco Antiguo sin la gentrificación? Para un transeúnte como yo, el deterioro de las edificaciones que aún no han sido rescatadas salta a la vista. Y aunque no se debe anteponer el bienestar de un inmueble al de las personas, tampoco es posible vivir dignamente en una vivienda que se cae a pedazos. Por eso, no me resulta sencillo rechazar la gentrificación, aun cuando comprendo las razones de quienes se oponen a ella, especialmente cuando se trata de edificaciones con un valor arquitectónico que merece ser preservado. Pero nada es perfecto en esta vida. Todo tiene un precio y, lamentablemente, las personas más pobres suelen pagar los más altos.
Quienes lideran proyectos como el del Casco Antiguo panameño deberían incluir en sus planes soluciones para los habitantes originales de las zonas a recuperar. No basta con esperar a que vendan sus propiedades o se marchen porque ya no pueden pagar el costo de la transformación. Es necesario ofrecer alternativas reales, tanto para quienes desean irse como para quienes buscan permanecer. Si la gentrificación es inevitable, si es un mal necesario, entonces quienes más se benefician de ella deberían asumir, al menos, parte de sus consecuencias. Pero vivimos en un mundo donde el egoísmo manda.