Hablemos de Dios 156: ¿cuál es el elemento que mejor lo refleja?

Opinión
/ 5 enero 2024

Aprieta en el calendario no el fin de año o el inicio de año, no, aprieta la vida misma y toda. Y por lo general, es época de reflexión, de realizar un inventario de todo: bienes materiales, lecturas pendientes y lecturas realizadas, sueños por cumplir y sueños cumplidos, anhelos, esperanzas y también el disfrute de la memoria: aquello que pasó y nos deja un buen sabor en la boca. Lo pendiente sí, pero también, lo que hemos disfrutado. Y en esta recta final o inicio de año, siempre en mi caso, habrá cosas pendientes y no la vana gloria de lo realizado.

En este especial caso y mientras cavilaba, mientras pensaba (qué pretencioso, en fin) en un restaurante, merendando y tomando una copa de vino tinto de dudosa estirpe (por lo pronto no hay para buenas etiquetas, puf), le cuento que mientras leía a una poeta gringa de la cual no sabía nada, Úrsula K. Le Guin (1929-2018), mientras me deleitaba con uno de sus textos de libro “En Busca de mi elegía. Poesía 1960-2010)”, editada por Nórdica, me vino una elucubración, por lo demás, ya muy sobada. Es lo siguiente: de los cuatro elementos tradicionales y fundacionales de la humanidad (la alquimia es culpable de ello y aún se mantiene el resabio), fuego, aire, tierra y agua, ¿para usted cuál elemento es el que mejor refleja a Dios?

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De nuevo la misma pregunta reformulada: ¿Dios es para usted agua, tierra, fuego o viento? Caray, no poca cosa. Sería una tarea titánica acometer lo anterior. Es decir, buscar en los recovecos de las sílabas y palabras de los grandes escritores, pintores, poetas, filósofos y pensadores, esa analogía paternal: ¿Dios es semejante al fuego, es agua, es tierra, es viento? Cuando nos encomendamos a Dios ¿nos encomendamos al Dios del fuego, al de la tierra fértil, al del agua bendita, al Dios del viento aullador?

Sencillamente, una empresa de características centaureas que trataré de emprender con base en mis posibilidades materiales este año. Tarea de cíclopes, de gigantes. Aquí voy. Y ojo, sólo estoy de forma aleatoria explorando lo anterior. “La llama de la vela manifiesta presagios” escribe el ensayista Gaston Bachelard. La llama, el crepitar del fuego es sin duda alguna un gran productor de imágenes. Y fuego, libros y escritura van de la mano entre la vigilia, la luz, la oscuridad y el sueño. “En lo alto.../ la luz se despoja/ de su ropa”, escribió por su parte el sabio mexicano Octavio Paz.

Ejemplos anárquicos y sucintos al azar: en una lucha sin tregua contra Dios y contra sí mismo, Nikolai Gogol firma su rendición, quema sus cuartillas y muere. Nabokov es visto caminar con un grueso fajo de hojas bajo el brazo por el jardín de su mansión; atenta, su esposa observa la escena: el escritor se apresuraba a quemar la primera versión de “Lolita”. Se conjura, por fortuna, la barbaridad que no llegó a su fin.

Un príncipe en bancarrota, Giuseppe Tomasi Di Lampedusa –autor de una única y mundialmente aclamada novela, “El Gatopardo”– accede a impartir clases privadas a un discípulo que luego sería célebre como crítico: Orlando Francesco; con ironía, Lampedusa hacía creer a éste que el destino de las meticulosas clases y textos que preparaba, una vez leídos por ellos, y en cuanto el discípulo abandonaba la casa, eran el fuego inmediato.

ESQUINA-BAJAN

Varios ejemplos más al imaginario aquí trazado: cuentan los biógrafos que Joseph Conrad era en extremo distraído. En más de una ocasión sus ropas estuvieron a punto de arder por sentarse cerca de una estufa, y no era raro que el libro que estuviese leyendo se incendiase de pronto por haber entrado en prolongado contacto con la vela que lo alumbraba.

La llama de la vela –escribió con lucidez Gaston Bachelard– manifiesta presagios. Malcolm Lowry los cosechó a raudales. En su novela “Bajo el volcán”, se quema una carta fundamental para el desarrollo del texto. A punto de arder él mismo, Lowry perdería el original de su célebre novela en varias ocasiones: una de ellas, por el fuego. No lo abrumo más: en textos de Kafka, Melville, Vázquez Montalbán, Sábato, Broch, Tabucchi... el fuego, la llama de una vela, forma parte fundamental en el tejido de los textos.

He escrito líneas arriba algunos ejemplos en desorden y al azar; pero, ¿a qué fuego me refiero específicamente en cada caso?, ¿al fuego del infierno: inextinguible, doloroso y destructor?, ¿al fuego del amor que purifica y libera?, ¿al fuego del averno como “llanto y crujir de dientes”? Así se escribe textualmente en los Evangelios, A qué fuego hacer caso: al fuego del infierno como tinieblas exteriores o como cárcel: atado y preso por la eternidad, según Dante Alighieri.

El fuego destruye, borra “algo”, lo oculta, pero, acaso también: purifica. ¿Dios es entonces fuego? Iahvé se manifiesta sobre todo en el Antiguo Testamento como una “forma del fuego”. El signo del fuego resplandece en la historia de las relaciones de Dios con su pueblo (Génesis 15:17). Pero también, Iahvé es el Dios que castiga y mata por fuego. El fuego del juicio es un castigo sin remedio, fuego de la ira de Dios el cual cae sobre el pecador endurecido... lea usted a Ezequiel.

LETRAS MINÚSCULAS

Vamos apenas iniciando, pero ¿no será mejor imaginar a Dios como una lluvia suave y un viento apacible y tierno para caminar o para navegar?, ¿y el Diluvio, entonces? Absorbente arista.

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