¿Hay que ir a la escuela para ser espectador?
¿Necesita el espectador ser educado? La pregunta me surge a partir de las discusiones que ha provocado últimamente cierta película francesa que habla de nuestro país. En muchas cosas no es bueno comparar al cine con el teatro, pero me llama la atención la manera en la que, por un lado, los espectadores, digamos, “no entrenados”, reaccionando de manera intuitiva y espontánea a lo que se les presenta han odiado dicha película y como unos cuantos que se ponen el título de “cultos” achacan precisamente a la ignorancia de los otros su incapacidad de “apreciar el arte”.
Cabe decir que dentro de los que son acusados de “incultos” están algunas personas que sí que saben unas cuantas cosas de música, dirección, actuación o cine, pero aun así opinan negativamente del asunto; eso es algo que al otro bando no le gusta reconocer, quizá porque los dejaría sin argumentos. Aquí el asunto, es que parece que existe una cierta jerarquización – consciente o inconsciente – que pesa sobre las impresiones del público: si conoces de técnicas y procesos tu opinión siempre será válida, si reaccionas espontáneamente a lo que el arte te ofrece, no tanto.
La realidad es que al culto más culto le puede gustar una que otra cosa no tan “virtuosa” y algunos de los espectadores menos familiarizados con el arte pueden tener una sensibilidad especial hacia algún formato artístico o tema. En el teatro, también, hay quien se excusa y se dice a sí mismo que su proyecto no gustó porque el público no está lo suficientemente educado, en lugar de ponerse a pensar si los medios y aproximaciones eran los adecuados.
Más que usar la palabra educación, podríamos decir que lo que sí que es necesario para el público es la sensibilización. Más que la capacidad de conocer todas las referencias o técnicas usadas aquí o allá, me parece que lo más importante es que el espectador posea la apertura intelectual y emotiva para recibir la obra y, si vamos hablar de crecimiento personal, la capacidad de reflexionar acerca de lo que se ha visto, haya gustado o no.
La Escuela de Espectadores es un proyecto creado por el profesor e investigador argentino Jorge Dubatti que desde Buenos Aires se ha expandido a muchas otras ciudades, sobretodo, ciudades latinoamericanas. ¿Será que los latinos somos los que más necesitamos ser educados? Sí, pero no.
De entrada, el proyecto me parece valiosísimo para impulsar la cultura teatral y difundir la propia agenda de una ciudad, cosa sobre la que verdaderamente nos hace falta información, pues no es raro que en muchas ciudades se haga más teatro del que uno se entera. Creo, por otro lado, que no necesariamente necesitamos que nos digan cuando cierta obra funciona o no funciona, así y se llegue a la conclusión sin saber muy bien cómo y por eso se use esa infame expresión que no parece expresar un proceso complejo de evaluación sino una preferencia: “me gustó/no me gustó”.
Es cierto que el gustar o no gustar puede ser un juicio burdo, pero detrás, más que falta de juicio puede haber falta de vocabulario. El no saber expresar algo no necesariamente implica que no se perciba, y por ello las Escuelas del Espectador tienden a funcionar bajo un formato que busca empoderar al espectador para que tenga los medios para complejizar lo que ha visto, pero sin tratar de cambiar si le ha parecido un buen o mal producto.
Dentro de los círculos especializados, se suele hacer distinción entre espectador y público, porque al público se le puede llegar a tratar como una masa de características muy generales y hasta manipulable, mientras que el espectador es individual, con un universo y juicios que le son propios. Hay que dejar al espectador serlo y no asumir que sigue a las masas porque le dijeron, o que todos van a interpretar la obra de la misma manera. Querer que todo guste o no guste es querer una masa de gente obediente que pague sin cuestionar, y aunque eso debe sonar muy bien para quien hace negocios, no es nada constructivo para quien busca hacer arte.
No es justo usar argumentos “del arte” para desacreditar opiniones válidas, aunque incapaces de usar un vocabulario más florido o rimbombante. No mezclemos las cosas, el arte más potente no se explica, se experimenta.