Historia de un ladrón

Opinión
/ 11 octubre 2024

El Pípilo no tenía oficio, pero sí beneficio. Jamás en su vida había trabajado, lo cual no deja de tener un cierto mérito. Gozaba, sin embargo, de mediano vivir gracias a que era un sinvergüenza. Eso también tiene su chiste, pues en un mundo en el cual hay muchos motivos para andar avergonzado aquel Pípilo poseía una envidiable aptitud para la desvergüenza. Esa cualidad, si no es para admirarse, sí es para reconocerse.

Vivía el Pípilo en el barrio del Águila de Oro, en una vecindad. No tenía mujer, pero sí mujeres. Quiero decir que de repente se juntaba con ésta, luego se le veía con esta otra y al rato andaba con aquella. Su especialidad eran las pintadas. Quiero decir las prostitutas. Solía inspirar en ellas gran cariño, y les extendía su generosa protección. No por el interés, no, sino por el capital. Les decía que les iba a guardar su dinerito, no fuera a ser que se les perdiera. Ellas, pobrecitas, le confiaban sus caudales, y el Pípilo se desaparecía y regresaba al cabo de algún tiempo, muy campante. Las doñas le reclamaban el depósito, y él las consolaba con aquello de que el dinero va y viene. Sí: se les iba a ellas y le venía a él. Dice bien el Padre Ripalda cuando dice que a nadie le falta Dios.

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Llegó el día, sin embargo, en que el tal Pípilo no tuvo patria ya entre las mujeres. De mantenido pasó a tenido en mal. Ninguna le volvió a confiar sus ahorros. Cuando les ofrecía ser su banquero ellas le hacían un ademán muy feo consistente en mostrarle extendido el dedo índice de la derecha mano asomado repetidas veces por entre la curvatura que forman ese dedo y el pulgar de la otra mano. Qué feo.

Fue entonces cuando el tal Pípilo degeneró en ladrón. Porque el otro oficio, el de chulo o cinturita, no deja de tener cierto prestigio, a pesar del nombre tan feo que se le da y que no es ninguno de los dos que arriba puse. Hasta canción tienen los de ese giro, una que se llama “El Pichi”, de la celebrada obra “Las Leandras”, y otras menos alusivas pero igualmente dedicadas a ellos como “El Calcetín”, ésa que dice: “Como si fuera un calcetín tú me pisas todo el día”, etcétera) y varias más del mismo jaez.

Los robos del Pípilo eran pequeños, por eso estaba en riesgo siempre de ir a la cárcel. Si hubiera sido de los ladrones grandes habría podido alternar en sociedad. Pero era ladrón chico. Su mayor latrocinio fue el de aquel marranito -ni tan grande; 30 kilos, a lo más- que estaba en la sucia pocilga que le tenía su dueña ahí en la vecindad. Pobre animalito; siempre solo. Un día que la mujer salió a comprar unas cafiaspirinas el Pípilo se echó en los lomos al marrano y salió del tugurio con pasos expeditos. Fue por calle de Matamoros con intención de tomar luego la de Juárez y llegar por Allende hasta el Mercado, donde lo vendería.

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Pero el hombre propone y Dios dispone. Dispuso Dios que en una esquina estuviera el Municipio. Es decir, un gendarme. Ya conocía al Pípilo, y le preguntó:

-¿A dónde llevas ese marrano, Pípilo?

-Aquí nomás, al centro -respondió el sinvergüenza-. Estaba muy triste el pobrecito y lo llevo a que vea los aparadores.

¿Quién va ahora a ver los aparadores? Nadie. Saltillo es otro ya, no cabe duda. Y otros también, para bien o para mal, somos nosotros.

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