En la montaña: Historias de heroísmo
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A Genaro Velasco Armesto, Hermano lasallista, compadre y querido amigo.
Propongo un nuevo mandamiento. Así como uno dice: “No tendrás otro dios más que a Mí”, este otro diría: “Nunca discutirás acerca de Mí”.
En efecto, las discusiones sobre religión nunca llevan a ninguna parte. Son como las polémicas acerca de política o futbol: cada quien se afinca en su respectiva posición, y no cede ni un ápice. En esa clase de debates se pone mucho calor, pero muy poca luz.
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Digo todo esto porque en tiempos de la juventud tres amigos y yo fuimos a una excursión al paraje llamado Los Aguajes, en la sierra de Zapalinamé. Acordamos que cada uno llevaría algo para la comida: éste los lonches de huevo con chorizo; el otro las gorditas con frijoles; aquél los refrescos... A mí me tocó el postre, para lo cual llevaba en mi mochila una buena ración de cajeta de membrillo y jalea de tejocote.
Sucedió, por desgracia, que al llegar a nuestro destino empezamos a hablar de religión. Jamás lo hubiéramos hecho. La diversidad de opiniones rompió la armonía que suele haber en esas caminatas, y a poco estábamos debatiendo con tal aspereza que fue milagro que no nos tomáramos a golpes. Uno era católico devoto; el otro se declaró ateo; un tercero manifestó ser protestante. Yo, ecléctico y conciliador –o sea débil de carácter–, afirmé profesar un credo que algo tomaba de cada una de esas posiciones.
Disputamos con acritud, y a poco nos estábamos motejando ya con adjetivos de mucha sonoridad y peso, entre los cuales “pendejo” era el más suave. Acabamos todos enojados con todos, sin hablarnos, y cada uno comió lo que llevaba. A mí la trompa se me puso hinchada de tanto dulce. Comí pura cajeta, y bebí jalea. Sea por Dios. Bastante peor le fue al de los refrescos.
No sucedía nada de eso con el grupo de scouts y lobatos que había en el Colegio Zaragoza. Sus campamentos estaban muy bien organizados. Quienes asistían a ellos aprendían a hacer bastantes nudos (el más difícil era el llamado “marinero”), y en teoría eran capaces de encender una hoguera frotando dos trozos de madera. No sé si alguien consiguió hacer eso en la práctica. Los jefes de aquellas huestes escultistas tenían nombres peregrinos sacados de “El Libro de la Selva” de Rudyard Kipling: Akela, Bagheera, Balú, Mowgli...
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Yo no fui lobato. Era tan pequeño y escuchimizado que Akela, Bagheera, Balú y Mowgli jamás me admitieron en sus filas por miedo a que me llevara el viento de los montes. Pero oía boquiabierto los relatos de las hazañas de los scouts, como la vez aquella en que un enorme peñasco se desprendió de lo alto y rodó por la pendiente. Seguramente habría aplastado a todos –incluso a Akela, Bagheera, Balú y Mowgli– si no es porque Toño Elizondo, el juvenil jefe de la tropa, después queridísimo sacerdote, clavó en tierra su fuerte bastón de caminante, y haciendo un supremo esfuerzo detuvo la descomunal piedra, salvando así la vida de sus compañeros.
A veces, por las mañanas, vuelvo la vista a la sierra de Zapalinamé, allá por el rumbo del Picacho, y evoco historias de heroísmo como ésa. No fui lobato ni scout, es cierto, pero el Colegio Zaragoza, mi colegio de niño, me enseñó el amor a la naturaleza. Me enseñó, sobre todo, el amor a las cumbres.