Historias de las leyendas del beisbol en Saltillo
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Los parroquianos del conocido Bar Ahúnda enmudecieron cuando vieron que una mujer entraba en la cantina. Otras habían entrado sin causar aquel silencio –ahí se admitían damas–, pero ésta tenía una particularidad: estaba descalza de arriba hasta abajo. Quiero decir que iba desnuda, in puris naturalibus, sin otra cobertura que la del tinte en las uñas de las manos y los pies. Se dirigió a la barra y con voz firme le pidió al cantinero un tequila doble. Se lo sirvió el barman y fijó en ella la mirada. Eso molestó a la recién llegada. “¿Qué? –le preguntó en tono acre al tabernero–. ¿No has visto nunca a una mujer desnuda?”. Replicó el hombre: “A muchas he mirado, dicho sea sin vana presunción. Pero me estoy preguntando de dónde va a sacar usted el dinero para pagar la copa”. (Posdata: Más lo de la propina)... A la abuelita de Susiflor, al fin señora de pasados tiempos, le preocupaba la soltería de su nieta. Le dijo: “Quisiera que te buscaras un marido, Susi”. Con una pregunta respondió ella: “¿El de quién me recomiendas, abue?”... Amo al beisbol desde que tengo uso de amor. De la mano de mi padre iba a los juegos en el viejo Estadio Saltillo, frente a la hermosa Alameda, y crecí oyendo las leyendas de los peloteros del equipo local. La de Ramón “El Mocho” Juárez, pitcher, a quien le faltaba un dedo de la mano con que hacía sus lanzamientos. Se decía que él mismo se lo había cortado con un hacha, pues el tal dedo le estorbaba para tirar una curva letal de su invención. La epopeya de José “El Cartucho” Regalado, tremendo slugger, o sea bateador. Una vez pegó un jonrón, y la pelota se perdió de vista entre las nubes. Meses después, un excursionista la encontró en lo alto de la Sierra de Zapalinamé, situada –ahí está todavía– a 10 kilómetros de la ciudad. La historia secreta de Rogelio “Limonar” Martínez, tan guapo él que, se murmuraba, tenía amores clandestinos con una cierta dama, esposa de un encumbrado político estatal. Jamás he perdido mi afición al beisbol, y en los finales de la Liga Mexicana y del Pacífico, lo mismo que en la Serie Mundial y del Caribe, lo dejo todo para ver los juegos en la televisión. Leí ayer en Cancha, la sección deportiva de los periódicos del Grupo Reforma, la triste noticia del fallecimiento de Enrique Suárez, “El Cubano”, uno de aquellos grandiosos Niños Campeones de Monterrey que formaron el primer equipo no estadounidense ganador de la Serie Mundial de las Ligas Pequeñas. Tuve el honor de conocer a Enrique, igual que disfruté el privilegio de tratar a Ángel Macías y Pepe Maiz, destacados regiomontanos, caballeros en toda la extensión de la palabra. Recuerdo como si fuera mañana la saga de aquellos peloteritos. Salidos casi de la nada, y con el liderazgo y guía de un extraordinario manager y maestro, don César L. Faz, dieron a México un triunfo que a todos nos llenó de orgullo. Recordaremos siempre a Enrique. Expreso mi sentimiento a su familia, y envío un saludo lleno de afecto a Pepe y a Ángel, a quienes agradezco todo lo que han hecho por mi deporte amado, el beisbol, y por esa ciudad a la que tanto y por tantos motivos quiero: Monterrey... Don Cucurulo, señor nonagenario, invitó a cenar en su casa a un viejo amigo de su misma edad, don Recesvindo. Al visitante le llamó la atención ver que su anfitrión se dirigía a su esposa, norteamericana ella, con palabras tales como “darling ”, “honey”, sweetheart”, “dear” y “sugar”. Le preguntó la razón por la cual le dedicaba a su mujer tan amorosas expresiones. Explicó don Cucurulo: “Tenemos 70 años de casados. Hace como 10 se me olvidó su nombre, y me da un miedo pánico preguntarle cómo se llama”... FIN.