Junta de vecinos: La Cumbre Mundial del Chisme y la Estupidez

Opinión
/ 12 julio 2024

Fíjese que ayer iba entrando al fraccionamiento donde está mi casa y en el pizarrón de la caseta de seguridad vi escrito lo siguiente: junta de vecinos este lunes. ¡Tremenda estupidez! ¿Una junta de vecinos? ¿Por qué? Es el ejemplo perfecto de un prestigioso club al que nadie quiere pertenecer, pero todos están obligados a asistir.

Las juntas de vecinos son esos eventos que se desarrollan en el salón comunal o en la cochera de algún pobre diablo al que le dijeron “¡Es por el bien de todos!” y terminó aceptando. Qué maravilla de la naturaleza humana, una auténtica fiesta del despropósito. Aquí es donde los premios a la mayor estupidez y el chisme más jugoso son otorgados sin discriminación alguna.

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Imagine esto: es lunes por la tarde, acaba de llegar a casa después de un largo día de trabajo. Lo único que quiere es relajarse, ver una serie en Netflix y olvidarse de que la humanidad existe. Pero no, claro que no. En su puerta está el eterno voluntario, el mismo que lleva tres semanas recordándole la junta de vecinos de esta noche, con una sonrisa que dice “si no va, le miraré feo en donde sea”. Y ahí está usted, maldiciendo el día en que compró esa casa.

Llega al lugar de la junta, el aire huele a café rancio y a desesperación. Ahí está doña Gertrudis, que siempre se queja del ruido, pero tiene una licuadora que parece una turbina de avión. Don Paco, el viejito que siempre quiere hablar sobre cómo se hacían las cosas en su juventud, como si eso fuera a resolver el problema del perro que caga en el parque del fraccionamiento.

También está doña Chismosa, que tiene un doctorado en hurgar en la vida ajena, podría escribir una enciclopedia de los secretos más oscuros del vecindario. Y claro, está siempre acompañada por don Metiche, cuyo talento para espiar por las ventanas sólo es superado por su habilidad para meter las narices en donde no lo llaman.

Y cómo olvidar al Señor “Yo Nunca Hago Nada Malo”, que tiene la asombrosa capacidad de señalar a todo el mundo como culpable mientras él se pavonea como si fuera la reencarnación de la pureza misma. Este individuo se pasa la reunión lanzando indirectas tan sutiles como una patada en la entrepierna. Estas clases de reuniones son la cumbre mundial del chisme barato y la crítica sin fundamento.

Estas reuniones son un testamento al arte de perder el tiempo de la forma más ineficiente posible. Se discute largamente sobre la crisis mundial de las hojas que caen en el jardín de doña Lola o el devastador impacto ecológico de las carnitas asadas de los Pérez, mientras problemas reales, como la delincuencia o la infraestructura, se barren bajo la alfombra como el polvo que todos pretenden no ver. Es un desfile de quejas y reclamos, mientras uno se queja porque el vecino de al lado hace mucho ruido, otro porque alguien estacionó mal su auto. Es como un concurso de idioteces, donde el ganador se lleva el premio de “vecino más insoportable”.

Y en medio de todo esto, se puede apreciar claramente el desfile de la incompetencia. La junta es presidida por alguien elegido por su habilidad única para no hacer absolutamente nada. Si alguna vez se ha preguntado qué se siente ser gobernado por un incompetente, asista a una junta de vecinos. Aquí se toman decisiones que harían que incluso un niño de tres años se sienta un genio estratégico. Desde la elección de colores para las fachadas hasta la gestión de fondos comunitarios (que siempre parecen desaparecer misteriosamente), todo se maneja con el nivel de profesionalismo de un circo ambulante. (cualquier parecido con la realidad de nuestra situación política actual, no es coincidencia).

Pero aquí viene lo mejor, porque después de dos horas de discutir nimiedades (pendejadas pues) y de ver cómo la humanidad se desintegra en tiempo real, llega el momento de las soluciones. ¿Y cuál es la gran solución? Formar comités. Porque claro, nada dice “vamos a resolver esto” como formar un comité que se reunirá para decidir cuándo reunirse de nuevo. Es un bucle infinito de ineficiencia, donde todos se sienten importantes y nadie hace nada.

Sin embargo, y aquí viene el giro inesperado, al final de la noche, cuando ya todos están a punto de lincharse mutuamente, surge una chispa de esperanza. Es en ese preciso momento cuando alguien, tal vez el más cuerdo de todos (si es que tal ser existe), dice algo que realmente tiene sentido. Habla de comunidad, de apoyarse unos a otros, de resolver los problemas juntos. Y por un breve instante todos lo escuchan. Después volvemos al circo o zoológico de donde nos sacaron, ¿a qué idiota se le ocurre tratar de razonar aquí? Es como ver ese meme del planeta de los simios donde el humano le dice al simio “esta es una junta de vecinos, por favor compórtate”, y el simio contesta “yo vecino, comportarme como imbécil, no dejar hablar, yo ser idiota, vecino junta tonto”.

Pero me doy cuenta de algo, por muy ridículas, exasperantes y a veces francamente inútiles que sean las juntas de vecinos, en ellas reside la esencia de la convivencia. Nos recuerdan que, a pesar de nuestras diferencias y pequeñas miserias, somos parte de algo más grande. La junta de vecinos es el espejo en el que nos vemos reflejados, con nuestras virtudes y defectos, y nos da la oportunidad de mejorar, de crecer como comunidad.

Sí, es cierto, son un nido de chismes y peleas sin sentido, pero también son el reflejo de nuestra necesidad de conectar y pertenecer. A través del conflicto y la cooperación forzada, aprendemos a lidiar con nuestras diferencias, a tolerar al otro y, eventualmente, a encontrar soluciones que, aunque pequeñas, pueden mejorar nuestra convivencia diaria.

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En resumen, las juntas de vecinos son una tragicomedia de la vida real. Un lugar donde el chisme se entrelaza con la solidaridad y la incompetencia se mezcla con la buena intención. Pero hay que recordar siempre que detrás de cada comentario venenoso y cada discusión sin sentido, hay una oportunidad para crecer y fortalecernos todos. Y eso, queridos lectores, es algo por lo que vale la pena aguantar hasta al perro que ladra toda la noche.

Así que la próxima vez que reciba la invitación a una junta de vecinos, si es que donde vive las hay, no huya. Vaya, participe, ríase de las ocurrencias, aguante las quejas, pero sobre todo, recuerde que ahí, en ese pequeño infierno, está la semilla de una mejor convivencia. Porque al final del día, todos somos vecinos, y todos tenemos que vivir con el ruido de la licuadora de doña Gertrudis. Pero al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿Qué opina?

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