Escribir: entre el éxtasis y el desmadre

Opinión
/ 5 julio 2024

Ah, escribir. Esa noble profesión que nos ha regalado obras maestras como “Cincuenta Sombras de Grey” y los tweets de Donald Trump. Por esa y más razones decidí lanzarme a este maravilloso mundo de las letras, armado con nada más que mi computadora, mi cerebro adormecido y la confianza de un pez en un árbol, es lo más atrevido que he hecho. Si usted está pensando en hacer lo mismo déjeme decirle ¡Qué valiente, qué audaz, qué... completamente iluso!

Primero, permítame describir el panorama. Está sentado frente a su computadora, una taza de café a su lado (o una botella de tequila y claro un buen habano en mi caso), y esa página en blanco que le mira como si fuera su peor enemigo. Porque déjeme decirle que una página en blanco puede ser más intimidante que el ex de su pareja apareciendo en una fiesta familiar. Así va a empezar su carrera como escritor.

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El empezar algo siempre es lo más difícil, no importa que esté haciendo: ir al gimnasio, practicar algún deporte, cualquier actividad que le guste, y escribir no es la excepción. Aquí la clave como todo en la vida es empezar.

Pero, ¿cómo se empieza? Pues como en todo, dando el primer paso, o en este caso escribiendo la primera palabra. La primera palabra siempre es la más difícil. Ahí está, mirando la pantalla en blanco como si fuera la mente de un político en plena campaña. Sus dedos tamborilean sobre el teclado, pero su cerebro parece haberse ido de vacaciones. Quizás a una playa donde las palabras fluyen como el vino, pero lamentablemente no le han invitado. Así me sentía yo.

Entonces decide que necesita inspiración. Abres unas cien pestañas en su navegador, cada una con consejos sobre cómo escribir el artículo perfecto. Todos tienen algo que decir: “Empieza con una anécdota”, “Sé claro y conciso”, “No uses jerga”. Bueno, a la mierda con todos ellos. ¿Quiénes se creen que son? ¡Stephen King escribiendo en calzoncillos, probablemente! Yo empecé haciendo las cosas con un poquito de mi estilo, y aún las hago. Escribo mi primer borrador a mano y con pluma fuente si no no jala, me preparó una generosa taza de café y enciendo mi habano y empiezo a chingarle.

Después de lo que parece una eternidad, finalmente se decide a escribir la primera oración. Y sorpresa, se da cuenta de que su vocabulario es tan extenso como el de un loro entrenado para insultar. Cada palabra suena más tonta que la anterior, y empieza a cuestionar todas sus decisiones de vida. Yo no pude evitar hacer una de las mejores inversiones de mi vida, comprar un puto diccionario. Ese libro realmente te salva la vida.

Llegado a este punto, aquí uno ya está nadando en lo que yo llamo la piscina de la creatividad, pero sin flotadores. Escribe la primera línea y, por un segundo, piensa: “Soy un genio”. La segunda línea, sin embargo, empieza a parecerse sospechosamente a un texto de WhatsApp de las 3 de la mañana después de unas copas de más. Pero sigue adelante, porque no hay vuelta atrás. Ya está en esto y no va a dejar que una maldita página en blanco le gane.

Las palabras empiezan a fluir, no tanto como un río, sino más bien como un grifo con fugas, pero algo es algo. Más bien parecen tropiezos. Como si un elefante ebrio estuviera tratando de bailar ballet en su cerebro. Pero está decidido. Porque se ha comprometido. Porque tiene algo que decir. Porque... bueno, porque ya no hay vuelta atrás. Empieza a teclear furiosamente como si el teclado le debiera dinero. Es el Hemingway de su propio pequeño mundo, y este artículo será su “El Viejo y el Mar”, o al menos tu “El gato y la página en blanco”.

Y claro, decide tomarse un descanso. Porque nada inspira más que procrastinar. De repente, su casa nunca ha estado tan limpia, su nevera tan ordenada y su perro o gato tan bien cepillado. Hace todo menos escribir, porque ¿para qué enfrentarse a la cruel realidad de su mediocridad literaria? Yo me ponía a cocinar en la madrugada, una vez me puse a preparar mayonesa, ¡sí! ¡mayonesa! Y como no tenía huevo en mi casa, decidí ir como a las 3 o 4 de la mañana a comprar huevo a la primera tienda abierta las 24 horas que encontrara.

Pero luego llega una parte que yo odie al principio. La revisión. ¡Ay, la revisión! Cada línea que relees suena peor que la anterior. Se pregunta si el corrector ortográfico de su procesador de texto está borracho o simplemente se ha rendido con usted. Pero no importa, porque va a publicar esto. Cueste lo que cueste.

Lo “corrige” lo cambia, lo reescribe, vuelve una y otra vez a la pantalla, y ahí está, esa maldita oración. La lee una y otra vez, y cada vez suena peor. Decide borrarla y empezar de nuevo, porque la vida es demasiado corta para primeras frases malas. A la vigésima versión, se da cuenta de que quizás nació para otra cosa. Tal vez para ser jardinero. O astronauta. O simplemente para no hacer nada. La escritura no es lo suyo compita.

Mi primer artículo fue rechazado como unas 100 veces quizás, pero agradezco eso porque me ayudó a comprometerme más y más con lo que estaba haciendo, tal vez fue la formación en cocina donde se nos enseña que si un plato no está bien hecho, lo tiras y vuelves a empezar, no importa cuántas veces. Pero el comensal no puede comer algo que no sea perfecto.

Lo mismo pasa con cada artículo que escribo, con cada rechazo de mi primer borrador aprendí otra gran lección, a escribir con la mente pero también con el corazón, y eso se lo debo a Carlos Arredondo, por estarme guiando, regañando, corrigiendo, pero sobre todo creyendo en mí. Él me enseñó que igual que cocinar, uno debe escribir para sí mismo, y escribir con todas tus energías, porque eso se nota y se va a notar siempre.

Finalmente, después de horas de sudor, lágrimas y unas cuantas maldiciones dirigidas a la pantalla, termina su primer artículo. Lo lee y para su sorpresa, no es tan malo. No va a ganar el Premio Nobel, pero tampoco es la basura que esperaba. Incluso se siente un poco orgulloso. Porque ha hecho algo. Ha creado algo. Se siente como si hubiera conquistado el Everest. Claro, es probable que su artículo tenga más errores que un examen de matemáticas hecho por un borracho, y sí que los tiene, pero eso no lo detendrá jamás. Ha dado el primer paso en este caótico y maravilloso mundo de la escritura.

Y claro, la antesala de la gran recompensa, es que lo publiquen, y digo antesala porque esta no es la recompensa final, este no es el premio gordo. Lo más valioso es el poder darse cuenta de que la gente lo lee. De que existen personas que toman parte de su tiempo para poder leer todas las locuras que a uno se le ocurren, y saber que lo que uno escribió de una forma u otra genera un impacto en sus vidas, o al menos les gusta.

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Porque incluso en medio del sarcasmo, el doble sentido y las palabrotas, me he dado cuenta de que hay una verdad fundamental: el escribir mi primer artículo es un acto de valentía. Es tener la oportunidad de poner mis pensamientos, mis ideas y una parte de mí mismo en el mundo, sin saber cómo serán recibidos. Es aceptar que puedo fallar, pero también que puedo mejorar. Cada palabra, cada línea, cada párrafo es un paso hacia adelante en mi viaje como escritor. Y no porque el mundo esté esperando mi obra maestra, sino porque me enfrento a mis propios miedos e inseguridades. Es un recordatorio de que el primer paso es siempre el más difícil, pero también el más importante.

Justo la semana pasada, el día 29 de junio, cumplí un año de tener esta oportunidad, de acompañarnos y recorrer este maldito y loco mundo, juntos, a través de mis palabras, y por eso esta vez no es mi siempre y nunca jamás humilde opinión, es mi eterno agradecimiento por leerme, y espero con todo gusto poder seguir compartiendo con usted mis locuras. En palabras del gran maestro Gustavo Cerati, “gracias totales”.

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