Antiguo comercio es el del cuerpo. El más antiguo del mundo, según dicen. Allá por los años cuarenta del pasado siglo ejercían en Saltillo ese comercio unas señoras que vivían y moraban en la vieja calle de Terán.
Por la mañana sacaban una silla a la banqueta, y secaban al sol sus largas cabelleras brunas. Ellas no se hacían “el permanente”, peinado de moda entre las damas. Y es que ellas no eran damas: eran mujeres de la calle.
Por eso en la calle secaban sus largas cabelleras. Por eso, y porque vivían en cuartuchos en los que apenas cabía poco más que el camastro donde se ganaban la vida y la iban perdiendo cada día. Aquellos tabucos se llamaban “accesorias”; y a esas mujeres les decían “pupilas”. Casi todas venían de los ranchos, muchachas engañadas por aviesos galanes que las vendían a las madrotas por unos cuantos pesos. Las madrotas eran viejas prostitutas gastadas por los años y el uso. Más listas que las otras, con mayor audacia, cuando sus encantos quedaban agotados se convertían en pastoras de otras, y las regenteaban. Eran mujeres ásperas y rudas, de lengua maldiciente. A fin de ocultar las arrugas de la cara se echaban encima capas y capas de cremas, polvos y pinturas. Se sentaban con las piernas abiertas, descaradas; mascaban chicle siempre, y lo tronaban al mascarlo; trataban a todo mundo con estudiada indiferencia, como si el mundo no les importara.
¿No les importaría? Quién lo sabe. Oí de una que tenía dos hijos en un colegio de paga. Todo lo que ganaba en su negocio era para ellos, como en las películas de Dolores del Río o Marga López. Un día el menorcito hizo una travesura. El señor director le dijo al niño que su madre debía ir a hablar con él. El niño le trasmitió el recado a su mamá. Aquella mujer de duro corazón se echó a llorar. ¿Cómo presentarse ante tan alto señor? Seguramente al verla iba a saber su oficio. Le confió su cuita a uno de sus clientes, señor de buena condición, y él fue al colegio, y dijo que su esposa no había podido ir −estaba enferma−, pero que ahí estaba él para lo que mandara el señor director. Ésos son favores, no fregaderas.
En cada accesoria había una cama −ya lo dije−, un ropero y un aguamanil −ha desaparecido esa palabra− para las abluciones de los clientes, cuyas partes pudendas eran lavadas con jabón, antes y después, por la mujer. También había una mesita. Sobre esa mesita estaba un pequeño altar con imágenes de santos. Entonces no existían San Martín de Porres ni San Judas Tadeo, pero siempre ha habido Virgen de Guadalupe, y frente a la Morenita ardía siempre una veladora encendida, que además daba su vacilante luz a aquel cuartucho, pues todas las noches había apagón. Eran los años de la Segunda Guerra, y se debía ahorrar la luz. Antes de proceder a ejecutar su oficio, la mujer se persignaba con mucha devoción, y luego volteaba la imagen o el cuadrito de la Virgen hacia la pared, a fin de que no viera lo que iba a suceder. En esa acción, digo yo, había más fe y más religiosidad que las que ponen muchos curas al oficiar la misa.
Llegó la piqueta del progreso −así se dice− y acabó con el barrio de Terán, con sus cantinas y burdeles. Yo vi caer los muros de “El Vaivén” y “El Columpio del Amor”. Desaparecieron aquellas mujeres que en la mañana sacaban una silla a la banqueta y secaban al sol sus largas cabelleras brunas. El otro día pasé por ese barrio, y sus fantasmas me vieron como se ve a un fantasma.