La ‘lira divina’ de Safo
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Imagino a la poeta Safo andando por los bosques de manzanos que retrató en sus cantos, siete siglos antes de nuestra era. Los altares perfumados con inciensos humeantes, el agua fresca entre la enramada, los rosales y la sombra, el sueño letárgico que fluye entre las hojas. Todo eso vive en el poema. Casi puedo sentir las brisas que soplan “con olor de miel” o el amor, “más hermoso que una tropa de jinetes”. La Grecia antigua también la recuerda. Platón la llamó “Décima Musa”. Estrabón, el geógrafo, habla de ella como “digna de admiración”. Nos impresiona todavía, tal vez, por un elemento que en su época fue revolucionario: Safo es la primera poeta occidental que dibuja la pasión en los versos. “La poesía no había sido hasta entonces un grito del corazón”, explica Clara Janés. Tampoco del cuerpo. El tiempo y sus azares por poco dejan al mundo sin las palabras de Safo. Pero en las líneas que restan, la poesía aún acontece. Lo sensorial alumbra.
Safo compuso intensos poemas de amor a mujeres y hombres. Su emoción brota de los sentidos: “La lengua queda inerte y un sutil / fuego bajo la piel fluye”, “Me desborda el sudor, toda me invade / un temblor, y más pálida me vuelvo / que la hierba. No falta —me parece— mucho para estar muerta”. Cambio de página, la emoción persiste. Los paisajes internos, pese a los años, dan una sensación de profunda cercanía. Las escenas contemplativas evocan, a la par, cierta nostalgia. Quizá por eso vuelvo a Safo cuando quiero entender algo del amor. Para ella es una experiencia palpitante, propia: “Siento deseo y busco con ardor”, “Eros ha sacudido mis entrañas / como un viento abatiéndose en el monte / sobre las encinas”.
Esa deslumbrante poesía amatoria aparece en apenas unos cuantos fragmentos dispersos. La obra de Safo, en su mayoría, está perdida. Nos quedan de ella frases al viento, versos partidos a la mitad, palabras que en otros tiempos fueron los más celebrados poemas. Aurora Luque, en sus traducciones de la poeta griega, cita a través de un epígrafe a Carolina Coronado: “Tal vez la Safo que conocemos es un fantasma, es una nube que ha levantado en las revoluciones de la historia el calor de la imaginación del poeta, y que adopta formas y colores, según el punto de vista que ocupa sobre los pueblos”. Me gusta pensar que detrás de todas las leyendas, existió una mujer que miró los astros y habló de “su radiante imagen”; que conoció las “delicias” de las muchachas amadas; que miró más allá del imponente mar. Pienso como Meleagro: Safo tejió “unas flores escasas, que son rosas”. Sus poemas florecen en cada época nueva, en cada persona que descubre la fuerza de su poesía.
Existieron otras poetas griegas en la antigüedad. No son tan afamadas en los libros como Arquíloco, Píndaro o los trágicos, pero sus aptitudes artísticas estaban a la altura. En su libro “Guardar la casa y cerrar la boca”, Janés recuerda algunas. Erina, por ejemplo, la heredera simbólica de Safo. Murió a los 19 años y dejó un poema sobre la pérdida de Baucis, amiga de su infancia: “Yo ahora en mi lamento lloro y renuncio, / pues no pueden mis pies profanos salir de casa, / ni verte muerta con mis ojos, / ni lamentarme con el cabello suelto, pues la vergüenza oscura / desgarra mis mejillas...”. Muchas más cantaron. Leo los nombres de “Corina, Cleobulina, Telesila, Mirtis, Praxila”. Después aparece la gran Anite de Tegea, que renovó la lírica. Mero de Bizancio, de la que según Janés nos quedan dos epigramas: “Salve, mujeres hamadríades, vírgenes del río, / cuyo fondo pisáis, divinas, con pies rosados”. Conozco luego a Nossis de Locris y pienso en las voces femeninas que se perdieron, incluso, en una cultura tan céntrica como la griega que, pese a su florecer filosófico, marginó a las mujeres. Aun así, el esplendor de las poetas se escapa de los fragmentos que se conservan. Leerlas me anima a escribir, a volver a la poesía. Retomo el verso de Safo: “Vamos, pues, lira divina, / háblame, hazte sonora”.