La noche más larga
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Es del conocimiento de todos, que nuestro planeta orbita alrededor del Sol, el astro sin el cual la vida no sería posible y del que dependen múltiples y complejos procesos que rigen la dinámica de la Tierra. El término solsticio, proviene del latín solstitium, compuesto por sol (sol) y sistere (detenerse o permanecer quieto), y alude al momento en que el Sol parece suspender su recorrido en el cielo.
Este acontecimiento astronómico marca el inicio del invierno en el hemisferio norte y señala, paradójicamente, el punto de inflexión a partir del cual las noches comienzan a acortarse de manera progresiva. A partir del 21 de diciembre, la oscuridad alcanza su máxima duración y, desde entonces, la luz inicia lentamente su retorno hasta el siguiente solsticio: el de verano. Más allá de las explicaciones que las ciencias exactas —como la astronomía, la geometría o las matemáticas— nos ofrecen para comprender este fenómeno, resulta imposible ignorar su profunda carga simbólica. Desde que el ser humano levantó su mirada al cielo, las estrellas no solamente fueron observadas, sino también dibujadas, narradas e interpretadas. El solsticio de invierno, en particular, ha sido asociado de manera constante con la relación entre la luz y la oscuridad. En el punto más bajo de la presencia solar, cuando la luz nos acompaña durante un lapso más breve, parece recordarnos su carácter cíclico: después del descenso, solo queda ir hacia arriba, después de la interrupción del movimiento, el crecimiento.
A lo largo y ancho del planeta, numerosas culturas han celebrado o conmemorado los solsticios tanto en el verano como en el invierno. De acuerdo con el calendario gragoriano que hoy nos rige, el inicio del año coincide —con ligeras variaciones— con la noche más larga. Para muchas comunidades antiguas este momento representaba la regeneración de la sociedad a través de ritos que celebraban el punto de inflexión entre la oscuridad creciente y el retorno gradual de la luz, una inversión del alargamiento de las noches y el acortamiento de los días. Este cambio de estación simboliza los comienzos: la formulación de objetivos, el nacimiento de proyectos, los sueños por cumplir; un “borrón y cuenta nueva”. Es la idea del inicio del mundo, o de un nuevo mundo: el nuestro, el colectivo o el individual. Esta reversión del retroceso solar en el cielo encarna así nociones fundamentales como la vida, la muerte y el renacimiento, así como la promesa de nuevos comienzos.
Persas, asirios, egipcios, griegos, nórdicos, escandinavos, germanos, pueblos orientales, así como aztecas, mayas y mexicas entre otras comunidades, desarrollaron prácticas rituales para conmemorar este acontecimiento cósmico que celebra el renacer de la luz. Las conmemoraciones actuales mantienen un vínculo directo con aquellas de la antigüedad: estamos influenciados por ritos precristianos o profundamente ligados a los ciclos de la naturaleza, todos ellos recuerdan que, aún en la noche más larga, la promesa de la luz —y su triunfo sobre la oscuridad— comienza precisamente hoy.
En la arquitectura, como en muchas otras disciplinas, la luz es un elemento indispensable. Gracias a ella no solo podemos percibir nuestro entorno, sino también orientarnos y emplazar los edificios de manera óptima para aprovechar, tanto la iluminación como el calor provenientes del astro mayor de nuestro sistema solar. En este sentido, arquitectos como Luis Barragán supieron emplear la luz para exaltar la geometría de sus obras, evocando intencionalmente nuestro pasado prehispánico desde la fenomenología del espacio y la emoción que evoca.
Este pasado que forma parte de nuestro ADN cultural y que no podemos ni debemos ignorar. Así pues, este evento atronómico trasciende su condición de fenómeno físico, para convertirse en un reflejo de nuestra cultura, donde los habitantes de las comunidades o de las ciudades se reconocen, se narran a sí mismas y plasman sus intereses gustos y preocupaciones en el espacio que habitan.
La manera de interpretar el retorno de la luz, los rituales que construimos en torno a su ausencia y su reaparición, el simbolismo que se le añade y se ve en la imagen de nuestras ciudades, de nuestra arquitectura, los rituales y prácticas cotidianas, revelan nuestro habitar en el mundo. Que este inicio de la llegada de la luz nos recuerde que nuestra cultura es parte de un entretejido que trama y urde un diálogo constante entre nuestro espacio geográfico, nuestro territorio y nuestra memoria compartida. ¡Felices fiestas!