La refundación institucional requiere dejar de lado el doble discurso y la simulación
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Como parte del lenguaje jerga que manejamos los mexicanos, la idea de la refundación de las instituciones ha sido un tema recurrente. Si no es de forma explícita, es a través del desprecio que tenemos por las mismas. Y no es sólo por lo anquilosado, es porque las expectativas que tenemos siempre son muy altas y cuando la realidad nos da en la cara llegamos a la misma conclusión: ¿qué no se suponía que como instituciones tendrían que haberse comportado de otra forma?
Esto nos pasa en todos los sectores y en todos los ámbitos. El IMSS, la Secretaría de Educación y Cultura, los Institutos de las Mujeres, las empresas nacionales y trasnacionales, los partidos políticos, el Instituto Nacional de Migración, la Federación Mexicana de Futbol, la Sedena y la Marina, las aduanas, las iglesias y no se diga el marco jurídico y legal que ha estado tan comprometido y que en últimos tiempos se cuestiona: el INE, la Suprema Corte, el Congreso, el Senado, los Tribunales, entre muchas otras. ¿Realmente requieren una refundación?
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Sin necesidad de recurrir a la evidencia, porque todos lo hemos vivido desde que tenemos uso de razón, sabemos que en México muchas cosas se arreglan con “billetazos”. Complicidades mutuas, conflictos de interés, compadrazgos, clientelismos, tráfico de influencias, nepotismo, sobornos y utilización indebida de la información reservada son los móviles que nos han situado en tan miserable posición entre las naciones. Se acuerda de la desafortunada afirmación que por septiembre de 2016 Enrique Peña Nieto se atrevió a hacer, citando el evangelio de San Juan, con aquello de que “el que esté libre de corrupción, que arroje la primera piedra”.
En el sector público, la línea es tan delgada con lo privado que quienes son parte de esas instituciones –públicas o privadas– no lo distinguen. La corrupción es el olvido de los valores de la ética cívica y este olvido se ha convertido en la brecha existente entre el orden jurídico y el orden social vigente. Los valores de la ética cívica –y que ahora se han convertido en grandes ausentes– son la libertad responsable, la igualdad cívica, la solidaridad para todos, el respeto activo y la apertura al diálogo; estos garantizan el respeto al Estado de derecho que es la base fundamental en cualquier sociedad para garantizar la armonía.
En el marco internacional, para remediar estás y otras patologías, entraron en vigor a partir del 1 de enero de 2016 los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS); son 17 y hay de todos los colores y sabores. Tienen como objetivo combatir la pobreza, proteger al planeta y garantizar la paz; 193 países los firmaron, entre ellos el nuestro y el tiempo para desplegar estás acciones tienen como fin el 2030. Por supuesto, esto no garantizará que México, por esos días, esté libre de pobreza, de ignorancia, de contaminación y de corrupción, entre otras cosas.
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Dentro de los 17 ODS, uno de ellos, el 16, tiene que ver con la paz, la justicia y las instituciones sólidas. Ese es su título. A la letra recomienda la necesidad de “reducir sustancialmente la corrupción y el soborno en todas sus formas, de crear instituciones eficaces, responsables y transparentes en todos los niveles y de garantizar el acceso público a la información, protegiendo las libertades fundamentales de conformidad con las leyes nacionales y los acuerdos internacionales” (ONU, 2015). Ese es el propósito, mismo que después de 8 años de que se firmó el acuerdo, no se ven cambios. A finales del sexenio anterior –2018– terminamos en el lugar 138 de 184 países en el índice de Transparencia Internacional; en 2023 ocupamos el lugar 126.
De ahí los cuestionamientos que en mucho la ciudadanía tiene. Las complicidades mutuas con las que se manejan los institutos que regulan el acceso a la información en nuestro país, porque como juez y parte y bajo el axioma de “no morder la mano al que les da de comer”, no han respondido al encargo de una sociedad lastimada por el flagelo de la corrupción y la urgencia de autonomía para terminar de una vez por todas con la falta de democracia y de justicia en nuestro país.
Lo otro es la rendición de cuentas a la que repelen una buena cantidad de servidores públicos arguyendo a temas de seguridad y privacidad. Sin duda, si aspiramos –como país firmante de los ODS– a tener “paz, justicia e instituciones sólidas”, los mecanismos de transparencia y rendición de cuentas –autónomos en el pleno sentido de la palabra– son torales.
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La refundación –desde mi trinchera– no tiene que ver con echar abajo literalmente las instituciones, sino asegurar que las mismas sean promotoras de paz y de justicia para que sean verdaderamente sólidas. Una institución íntegra es aquella que se dirige con honestidad y rectitud; que ha recuperado la confianza pública y de la cual se espera que sus acciones sean prudentes y estén orientadas hacia el orden y el progreso de los ciudadanos.
Una institución sólida que haga intersección con lo que solicita el ODS16 será, por tanto, aquella que promueva el Estado de derecho, garantice la igualdad de acceso a la justicia, evite la corrupción y los sobornos en todas sus formas, proteja las libertades fundamentales de acuerdo con la ley, sea transparente, rinda cuentas y garantice el acceso público a la información, de ahí la importancia de lo que algunos autores llaman “estrategias de integridad”.
En síntesis, la refundación consiste en contar con instituciones transparentes con información accesible, de manera que haya un matrimonio entre lo que dice y lo que se hace. No hagamos el caldo gordo, la clave no se encuentra en echar abajo las instituciones, sino en dejar a un lado el doble discurso y la simulación. No nos hagamos, la integridad es la virtud central de las instituciones y el fundamento del desarrollo sostenible. John Rawls (1971) afirmaba que existe la injusticia porque existen instituciones injustas. ¿Usted qué dice? Así las cosas.