Postergué para hoy mi muy necesario comentario sobre la más reciente adaptación “live action” de Disney (se dice ‘disni’), “La Sirenita”, porque no quería verme hoy en la necesidad de hacer un análisis exhaustivo sobre la elección más predecible desde que se votó a Enrique Peña como el mandatario más hermoso sobre la faz de la Tierra.
¿Es que de verdad hay alguien que no conocía el resultado, tanto para Coahuila como para Edomex desde hace por lo menos un año? ¿Me va a decir alguien que le tomó por sorpresa el desenlace al que apuntaban todas las líneas narrativas en una y otra entidad? Sólo que viniera llegando de una estancia de 12 meses en la Estación Espacial Internacional y le hubieran castigado el internet, se lo puedo creer.
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Pero si hasta los márgenes porcentuales de votación estaban cantados. Pudimos haber hecho quinielas para apostar y... bueno, honestamente habrían pagado muy poco −quizás centavos− porque el resultado fue justo lo previsto.
Pero ver es un acto que involucra a los ojos y no al corazón.
¿Es que alguien pensó que Guadiana o Mejía Berdeja podían hacer mella, no en el PRI coahuilense, sino en la indiferencia total y absoluta del Presidente de la República y mandamás del movimiento cuatroteísta? ¿Cree alguien todavía que de no haberse dividido las candidaturas opositoras la historia tendríamos un resultado diferente? ¡Ja!
Cuando los renuentes acepten que la “izquierda” coahuilense se partió en dos deliberadamente desde la Presidencia misma, habrá que felicitarlos, pues será señal de que dieron un importante paso hacia su vida adulta.
En la elección espejo, la del Estado de México, el PRI de Alfredo del Mazo extrañamente “no pudo” levantar una candidatura ganadora contra la seño Delfina. ¡Qué curioso! Eso sí: le aseguro que Del Mazo va a ser de esos priistas que surcan la era de la Cuarta Transformación con un historial impecable y muy probablemente hasta lo veamos pronto de embajador. Aquí se la recuerdo cuando ello ocurra.
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En ambos casos, quienes mayor ternurita me provocan son los ganadores; sendas militancias que creen que fueron protagonistas de algo, que sacaron adelante un proyecto, que derrotaron a sus respectivos oponentes con candidaturas sólidas, buenas propuestas y un excelente trabajo de proselitismo con la ciudadanía, cuando está claro hasta para el más obtuso que todo se pactó en las cúpulas y la ciudadanía sólo cumplió su rol de manera puntual en unos comicios que son perfectamente legales, pero que apestan a teatralización.
Y ahora sí, discúlpeme, pero no tengo más evidencia para lo anterior que las candidaturas tan deliberadamente perdedoras en ambas contiendas: Alejandra del Moral, ¡¿who?! Armando Guadiana, ¡¿es broma?!
Pero mire, el que traiga ánimos de celebrar algo, por mí no se detenga. Yo no soy quién para aguarle la fiesta a nadie y hasta sería hipócrita de mi parte, con lo mucho que me encantaba la juerga, el guateque y el mitote.
Cada quien sabrá si celebra o le guarda luto a un resultado que tiene detrás un guion más sólido que el Padrino III.
Y ahora sí, nuestra presentación estelar. Es momento de analizar: ¿Qué onda con La Sirenuca?
Creo honestamente que es el típico dilema en el que todos estamos mal, por una falta de empatía o de consideración hacia los argumentos de los demás.
Primero, déjeme decirle que considero muy legítimo que la Casa del Ratón o cualquier otra compañía busque ampliar su segmento demográfico dejando atrás repartos enteramente blancos. Sin embargo, no olvidemos nunca que no lo hace por vanguardista o porque sea lo correcto. En todo caso lo hace para lavar precisamente sus décadas de ausencia de inclusión y sobre todo, lo hace porque le encanta el dinero. ¿Está haciendo un esfuerzo en favor de la inclusión? Sí, pero ni lo hizo a tiempo, ni lo hace desinteresadamente, ni lo está haciendo todo lo bien que podría ser, y ya veremos por qué.
Cuando hablamos de una adaptación “live action”, se trata de recrear de manera fotorrealista una obra animada del pasado, muy probablemente una que cobró estatus de clásico. Y si se trata de replicar un producto preexistente, con un canon visual que ya es entrañable para su mercado (no, no son los niños), es un tanto insensible el no darles la heroína que esperaban. No, no es un crimen, ni nadie se va a morir por ello, pero establece una mala relación entre una marca y su público.
Hay quienes dicen que no es de adultos el convertirse en plañideras por una película dirigida al público infantil. ¡Falso! Los “remake live action” apelan precisamente al interés de los padres de familia, que son quienes convirtieron a aquellas viejas cintas en objeto de veneración y hoy son quienes escogen y pagan por el entretenimiento de sus críos. Al “ñiño”, “ñiña” o “ñiñe” en efecto, es poco probable que le importe mucho si a la condenada Ariel la interpreta ésta o aquella actriz. Pero los adultos, que son quienes deben desembolsar por todos los caprichos de su bendición antes de que ésta pueda valerse por sí misma y entonces por fin se puedan sentar a esperar la muerte, se van a sentir un tanto frustrados si la actriz no se parece al dibujito que les cautivó hace algunas décadas. Es todo. Y eso no los convierte en unos racistas de “merde”. Bájenle también unas cuantas rayas esos que traen todo el complejo de Tenoch a flor de piel... o a flor de cempasúchil.
La inclusión es algo maravilloso, pero no la inventó Disney. La forjaron verdaderos mártires en lo social y en lo cultural, nombres como Louis Armstrong, Sammy Davis Jr., Little Richard, Chuck Berry, BB King, Tina Turner, Prince Rogers Nelson o Michael Jackson, talentos que domesticaron a una sociedad eminentemente supremacista y le hicieron entender que ser el mejor no es un asunto de colores.
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Por ello, el éxito o el fracaso de los recientes lanzamientos “inclusivos” no dependen de que su protagonista sea de alguna minoría o colectivo oprimido, sino de que el producto sea bueno, en cuyo caso hasta el verdadero reaccionario se olvida de sus prejuicios, se la pasa bien y siente que valió lo que pagó por su boleto.
Y es que si se incluye un personaje de cualquier minoría étnica o altersexual o colectivo oprimido en cualquier pieza dramática o fílmica, está perfecto. Y si se trata del protagonista, ¡bienvenido! Y si todo el reparto es un mosaico de diversidad, ¡magnífico!
Pero cuando por el mero hecho de pertenecer a un grupo minoritario o en vías de reivindicación, un personaje no está sujeto a las mismas leyes de la dramaturgia que rigen a todos los personajes desde tiempos helénicos y hasta nuestros días; si sólo por pertenecer a un colectivo se le da a un personaje todo de manera gratuita (todas las habilidades, toda la bondad, la infalibilidad) sin pasar por las duras pruebas del héroe, sin ningún esfuerzo ni crecimiento interior (¡hola, Rey Skywalker!) pues ese personaje va a apestar y en consecuencia la película completa también.
De manera que una producción no se vuelve incluyente porque tenga un personaje no caucásico, como tampoco triunfa o fracasa en taquillas por apego o rechazo a un grupo o colectivo, sino que depende de su calidad y a veces de factores meramente azarosos.
¿Que si ya vi “La Sirenita”? ¡Claro que no! Afortunadamente no tengo niños latosos que me estén jorobando con esas necedades.