La timidez de Chopin, icono del Romanticismo y genio de la melancolía ( I )
El gran pintor y litógrafo francés, Eugéne Delacroix (1798-1863), tuvo un reducido círculo de amigos, poetas y escritores, que incluía al compositor y pianista virtuoso Frédéric Chopin (1810-1849), que, de hecho, fue el único artista a quien quiso y admiró sin reservas. La amistad duró hasta la muerte del pianista.
Delacroix pintó un célebre retrato del músico franco-polaco en 1838, pero el cuadro quedó inconcluso. Originalmente era un doble retrato, en el que aparecía George Sand (seudónimo de Aurore Lucile Dupin), pareja sentimental de Chopin, sentada junto a éste, tocando el piano. El cuadro fue dividido- mutilado- posteriormente por sus nuevos dueños, que lo vendieron por separado.
Ambas partes pueden ser vistas en el Louvre de París (el de Chopin,) y en el Ordrupgaard de Copenhague (el de Sand). El lienzo mutilado junto con otras dos imágenes en daguerrotipo es lo que nos ha llegado al presente para darnos un barrunto del talante físico de Chopin. Al observar a simple vista estas imágenes descubrimos a un ser de escasa energía, de mirada perdida en el vacío, más allá de la lente que lo observa, de una introspección melancólica que conmueve.
Es difícil imaginar a este genial individuo arrancando sonoridades titánicas al piano, de enardecer al público que lo escucha, de exaltar los ánimos hasta el frenesí. Las crónicas de la época y los testimonios de sus alumnos dan cuenta de un Chopin reacio a tocar en las salas para grandes audiencias, de tocar solamente en los pianos construidos por Camille Pleyel, de sonido velado y vibraciones furtivas. Los pianos Pleyel fueron para él, el non plus ultra. Muy pocos instrumentistas del siglo 19 mostraron una comunión tan íntima y profunda como Chopin en el piano y Paganini en el violín, por mencionar a dos icónicos y equidistantes intérpretes.
El siglo antepasado no solo fue el siglo de los genios compositores, sino también el de los virtuosos consumados de su instrumento. Ejemplos abundan: Beethoven, Schubert, Liszt, Schumann, Mendelssohn, Brahms, Kreisler, Bruch, Joachim, Debussy, Ravel, etc. Cada uno de ellos legó un corpus de obras con sello propio y, además, con una demanda musical que enriqueció el panorama y las estructuras musicales cultivadas en esa época.
Volviendo con el melancólico Chopin, la relación de éste con el piano se distinguía por el deseo de trascender las posibilidades y naturaleza inherentes al instrumento de percusión melódica, en búsqueda de un concepto del que Chopin fue consciente, más que ninguno de sus contemporáneos: la “cantabilidad”, elemento primordial y genético de su pianismo singular. Esta cantabilidad (término que tomo prestado al musicólogo y pianista italiano, Luca Chiantore (1966), y que utiliza en su espléndido libro “Historia de la técnica pianística”. Alianza Música, 2001) tiene su origen en el amor de Chopin por la ópera y, por ende, la fascinación por la voz humana.
Hay un testimonio de Vera Rubio, alumna de Chopin, que asegura que a los alumnos que no sabían “cantar con los dedos”, el pianista polaco los obligaba a corregir este defecto tomando clases de canto. La influencia de la ópera italiana no solo permeaba en el desempeño pedagógico del pianista, sino también en la textura melódica de sus piezas. Principalmente en sus Nocturnos (compuso 21 de ellos entre 1827 y 1846) podemos percibir el recurso vocal por antonomasia: el legato, que consiste en conectar una nota con otra, hacer música entre una nota y la otra.
Ligar, unir, comunicar el elemento musical preñado de expresividad y conducirlo por el andamiaje armónico que lo sostiene hasta la última nota. A 175 años de su muerte (murió un 17 de octubre de 1849), la obra de Chopin palpita con vigor, porque su naturaleza está revestida de la “música nueva”, esa que anunciaba y atisbaba Liszt, y que en Chopin se agazapaba en sus atrevidas evoluciones armónicas. La música de Chopin es una parcela habitada por el intimismo sonoro, la melancolía ingrávida- por que flota como niebla en los melismas cromáticos de sus piezas-, la dificultad “cómoda” que repele lo antinatural, el intimismo con resabios de liturgia a la que se ve obligado el intérprete cuando se adentra en ella.
CODA
“...esta música ligera y apasionada que se parece a un brillante pájaro revoloteando sobre los horrores del abismo”. Charles Baudelaire (definiendo la música de Chopin).