De escándalo la urgencia para la aprobación del capítulo judicial de la reforma constitucional del presidente López Obrador. De escándalo por sus implicaciones y también por su insuficiencia. Es decir, mejorar la justicia no puede centrarse en acabar con la Suprema Corte de Justicia, ni siquiera con el conjunto del Poder Judicial Federal. El problema de la justicia, al menos la cotidiana, la que afecta a quienes votaron o se pronunciaron en las encuestas por el cambio en el régimen de justicia está en el ámbito local y administrativo. Sea civil, penal, agrario o familiar no radica en lo que se pretende reformar, de hecho, la parte más sana y eficaz del conjunto del sistema de justicia.
En realidad, no es que el presidente que concluya no entienda que el problema de la justicia no está donde pretende. A él mueve un objetivo político trascendente, el legado histórico de ser uno de los pocos países en el mundo que actuó consecuentemente con el principio republicano de que toda forma de poder tiene como origen la voluntad popular. La democracia indirecta o el esquema meritocrático en la designación o promoción de juzgadores para él constituye un engaño que encubre una justicia al servicio del poderoso, argumento central de la tesis obradorista, y no existe razón, evidencia o argumento disuasivo alguno, ni siquiera que los efectos del cambio, los que serán para un país donde él ya dejó de presidir su gobierno.
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La urgencia preocupa por ser una imposición a la sucesora y por las implicaciones del proyecto, que merece una discusión amplia para que una decisión inspirada en la ideología y en una visión autoritaria del poder sea valorada en toda su dimensión. Diferencia sustantiva entre quien insiste en dejar un legado histórico y en quien quiere gobernar en condiciones de estabilidad y manteniendo el amplio consenso en su favor según las urnas.
Algo de razón tiene el presidente en mantener reserva sobre la presión del mercado cambiario como para condicionar decisiones políticas fundamentales, pero no la tiene en las implicaciones de su reforma que afectan, por una parte, al régimen republicano de división de poderes al someter a la Corte y al Poder Judicial al Ejecutivo y, por la otra, a la justicia en sí misma, a la tarea diaria de los tribunales federales para proteger a los particulares de los actos inconstitucionales de las autoridades de todo orden en el país.
No sólo es la aprobación de la reforma, que el mismo ministro Zaldívar hace poco tiempo consideraba claramente inconveniente para la designación de jueces y magistrados, la dificultad mayor es la aplicación de dicha reforma. Destruir a un poder integrado por miles profesionales altamente capaces que no pueden ser improvisados o inexpertos, requiere al menos de una estrategia cuidadosa de implementación del nuevo régimen, por malo, deficiente o parcial. Imposible improvisar. Por la nueva integración del Congreso es irrelevante la postura de la oposición, el ajuste necesariamente tiene que venir desde adentro, un sentido de contención de quienes tendrán a cargo el gobierno.
Lo anterior conduce a la necesidad de diferenciar la aprobación de la implementación de la reforma. Como tal el legislador, o quien mande sobre ellos, para efectos prácticos debe prever tiempos, procesos y estrategias que mitiguen el daño al sistema de justicia bajo la tesis de que el peor régimen de justica es el que no opera porque no se tiene. Los cientos de miles de casos bajo la atención del Poder Judicial no pueden ser objeto de suspensión, requieren continuidad y resolución. La duda es si quienes saben, como Ernestina Godoy, Omar García Harfuch o Arturo Zaldívar, están dispuestos a decirlo con claridad o si es el caso de que serán ignorados por la urgencia.
Construir no es tan sencillo como destruir, allí están dos ejemplos emblemáticos que han costado muchas vidas, el sistema de abasto de medicinas y el seguro popular. Lo nuevo simplemente fue un fracaso rotundo que ha llevado al país a una situación mucho más grave respecto a la que antecedió.
La urgencia debe matizarse. En el caso, muy probable, de coincidencia en la determinación entre el presidente que concluye y la futura presidenta, los legisladores y quienes tengan influencia en la decisión final deberían plantear en los artículos transitorios y en la legislación ordinaria una aportación de sensatez frente a uno de los mayores golpes al sistema de justicia.