Las ciudades y su ‘problema’ con las lluvias copiosas
Las lluvias copiosas o prologadas se perciben, en las zonas urbanas, como un fenómeno a la vez benéfico y dañino, aunque lo segundo es un producto de nuestras propios errores
Como pocas veces en los últimos años, las autoridades locales en la región prefirieron pecar de exceso que de defecto. Las alarmas se hicieron sonar con gran premura y se tomaron toda clase de medidas para evitar que los efectos de las lluvias provocadas por el fenómeno meteorológico “Alberto” fueran de carácter relevante.
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Así, durante todo el día de ayer vivimos pegados a las pantallas de nuestros celulares consumiendo imágenes llegadas de cada rincón circundante y de comunidades situadas en otras entidades. Los mensajes eran contradictorios: por un lado, expresiones festivas; del otro, quejas, asombro y críticas.
La dicotomía tiene una explicación muy simple que todos conocemos: en una región como la nuestra la llegada de las lluvias es motivo de alivio porque implica que la sequía se mitiga y el calor nos ofrece al menos unos días de tregua. Y si se trata de lluvias torrenciales, mejor, porque eso garantiza mayor recarga de acuíferos y mejoría en el embalse de las presas.
Sin embargo, también implica “inconvenientes” para las zonas urbanas y múltiples riesgos debido a la posibilidad de inundaciones, con las consecuentes pérdidas materiales que ello implica y, eventualmente, por desgracia, la posibilidad de pérdida de vidas humanas.
Así pues, nos alegra que llueva pero también resulta un evento que puede implicar afectaciones relevantes, lo cual lo hace, al mismo tiempo, indeseable. Y sin contradicción de por medio.
Lo peor de esta circunstancia, sin embargo, es nuestra incapacidad para asumir la responsabilidad que tenemos en la amplificación de las consecuencias indeseables de lluvias como las que hemos atestiguado en las últimas horas.
En efecto, visto fríamente el asunto, prácticamente todas las consecuencias negativas que padecemos por efecto de las lluvias derivan de malas decisiones tomadas por nosotros mismos en el pasado.
Y es que las lluvias, incluso las torrenciales o las muy prolongadas causadas por huracanes, tormentas tropicales o ciclones, nada tienen de extraordinario. Han ocurrido por siglos, de forma regular, y mucho antes de fundarse las ciudades en que vivimos.
La recurrencia de estos fenómenos, unos en ciclos más largos, otros en ciclos más cortos, ha marcado el terreno con absoluta claridad y nos ha indicado, sin lugar a dudas, dónde sí, y dónde no construir; donde colocar un puente; dónde se registrarán inundaciones; dónde no debe permitirse el surgimiento de asentamientos so pretexto de ausencia de alternativas.
Nadie puede alegar ignorancia. Nadie puede pretextar que no había forma de saber que en determinado lugar -salvo muy contadas excepciones- existía el riesgo de ser afectado por efecto de las lluvias.
Los errores cometidos se han traducido en lecciones, muy costosas en no pocos casos. Cabría esperar que comenzáramos a aquilatarlas y, por lo menos, cesáramos en la irracional costumbre de seguir tropezando con la misma piedra.