Lecciones viejas de nuestra joven democracia electoral
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La democracia (en su versión formal) es una forma de gobierno que, a lo largo de la historia del Estado moderno, se ha ido consolidando como la mejor manera de distribuir el poder público a partir de la voluntad general expresada en las elecciones libres y auténticas.
Es un modelo que aspira a tener más libertad, igualdad y prosperidad, a partir de definir, con la ley de la mayoría, quién tiene derecho a decidir el futuro en una comunidad. Quien mejor que uno mismo para definir lo que quiere para su futuro.
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Esta ideología democrática, además, implica un derecho fundamental de las personas para asegurar la libertad e igualdad política a la hora de decidir el gobierno que, en forma periódica, toma las decisiones públicas que nos afectan como comunidad. Ninguna persona tiene más valor que otra. El voto es, por antonomasia, la mayor garantía de igualación: la libertad de cada uno tiene el mismo valor.
La práctica de esta idea política, sin embargo, enseña que el poder de gobernarse exige ciertas condiciones (culturales, principalmente) para que la democracia se convierta, como dice la Constitución federal, en un “sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”.
En México, tenemos una joven democracia. Imperfecta, como todas, pero todavía muy joven, frágil e inacabada. Después de la vida independiente, el país enfrentó los retos y desafíos del siglo XIX con la dictadura de un solo hombre: primero Santa Anna y luego Porfirio Díaz. En esa época inició la lucha ciudadana: elegir a nuestros representantes, sin fraudes electorales.
Las cadenas de la conquista, sin embargo, no se quitaron con la independencia. Se generó un nuevo movimiento social: la Revolución. El lema de “sufragio efectivo, no reelección” sintetiza nuevamente la lucha cívica: necesitábamos elegir de manera democrática la presidencia de la República.
El siglo XX, por tanto, iniciaba con un movimiento social revolucionario para instaurar la democracia electoral. Pero tampoco pudimos lograrlo. Luego de exiliar al dictador, los caudillos revolucionarios no aprendieron a vivir en la democracia: se asesinaron entre ellos, la inestabilidad del gobierno fue el sello hasta que llegó la idea del partido oficial.
De 1929 a 2000, instauramos la dictadura perfecta: ya no elegimos a una sola persona, pero sí elegimos a un solo partido. En todos los casos, la democracia electoral seguía siendo una tarea pendiente: ganaba no quien tenía más votos, sino el que contaba los votos.
Los abusos de la llamada “presidencia imperial” comenzaron a despertar nuevamente el ideal independentista: elegir de manera libre nuestro gobierno. La generación del 68, sin duda, fue clave para generar el cambio político. Por los diferentes conflictos en la sucesión presidencial, se pactaron una serie de reformas estructurales para construir nuevas instituciones electorales que aseguraron la transición democrática.
De 2000 a 2024, tenemos un sistema electoral que asegura la alternancia política. Pero sobre todo asegura una elección auténtica: los votos que se depositan en las urnas son los que determinan el triunfo electoral. Nos puede gustar o no el resultado en cada elección, pero el sistema ha demostrado que sí es confiable el cómputo de la voluntad ciudadana.
Pero nuevamente, durante estas dos décadas, el país ha vivido una constante demanda social por el fraude electoral en medio de un gran clima de inseguridad, pobreza y desigualdad. Mito o realidad, la cultura de la democracia sigue sin instalarse como una forma de vida. Esas son las lecciones de esta nueva elección presidencial.
En primer lugar, poco favor le hacemos a nuestra joven democracia que la clase política de los partidos sigan insistiendo en declararse ganadores después de la jornada electoral, sin esperar los resultados oficiales. La ciudadanía, por tanto, se polariza, se suponen ficciones o realidades, se mitifica o desmitifica el fraude electoral, sin tener información confiable que las propias instituciones pueden generar en los tiempos y formas legales que son razonables.
Este problema es de todos. Hoy lo promueven los que están en la oposición. Pero mañana que son gobierno lo niegan. No hay talante democrático. Un día el INE es lo peor. Pero otro día es su salvación.
Existen, sin duda, prácticas electorales de todos los partidos y gobiernos que ponen en duda la libertad y autenticidad de las elecciones. Pero también hoy tenemos las instituciones para darles un cauce institucional. No las destruyamos.
En segundo lugar, no hemos aprendido que la lucha del poder en una elección genera situaciones irregulares. No se debe satanizar al perdedor que impugna una elección, ni tampoco endiosar al que gana. Los partidos están conformados por personas e ideas que son falibles. Los que ganan el respaldo popular, por un tiempo, tienen la confianza de la mayoría para tomar decisiones, buenas y malas. Luego en la siguiente elección la mayoría volverá a ratificar o revocar su confianza. Al final la democracia, como dice Karl Popper, nos ayuda a arbitrar de manera pacífica la renovación del poder.
Pero lo que también falta de aprender, finalmente, es que la democracia no solo son elecciones. La mayoría tiene límites, los derechos humanos y la división de poderes. La democracia sustancial exige que las mayorías no pueden abusar de su poder por más que tengan el respaldo popular. Flaco favor le hacen los que piensan que pueden hacer lo que quieren porque, según ellos, la mayoría todo lo puede.
No. En una democracia, la mayoría tiene una esfera legítima de decisión política que todos debemos respetar por ser la voluntad general. Pero si la mayoría decide en la esfera indecidible de los derechos, sus decisiones arbitrarias no son democráticas.
México, por tanto, seguirá aprendido del ideal democrático en la medida en que justamente la practicamos. En una historia por escribir después de más de 200 años de una adulta vida independiente, pero con una niñez democrática aún.