Lo que de noche se hace... de día aparece
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Don Juan Berino, que de Dios goce, fue uno de los mejores maestros albañiles que en este mundo han existido. Fue él quien puso la fachada de ladrillo en la vieja casona de mis padres, por la calle de General Cepeda, donde ahora está Radio Concierto.
A su oficio de excelente alarife añadía don Juan una profunda ciencia de la vida, un saber que sólo pueden dar los muchos años bien vividos. En cierta ocasión, cuando trabajaba en hermosear la morada paterna, le pedí que fuera a mi casa a poner un nuevo piso en la cochera.
-Con todo gusto iré −me dijo−. Cuando acabe lo que estoy haciendo aquí.
-Me urge terminar esa cochera, don Juan −insistí yo−. ¿Por qué no me hace favor de ir hoy por la noche? En tres o cuatro horas puede poner el piso.
-Perdóneme, señor licenciado, pero no −volvió a decir don Juan−. Es malo trabajar sin luz, o con la de un foco. Ha de saber usted que en cosas de albañilería, como en todas las cosas de la vida, lo que de noche se hace de día aparece.
“Lo que de noche se hace de día aparece”... ¡Qué frase sapientísima! Enseña que lo que se hace a ocultas tarde o temprano sale a luz. Tal sentencia es aplicable a todas las actividades de la vida, pero sobre todo a cuestiones de amores y amoríos. También ahí lo que de noche se hace de día aparece. El pensamiento es estremecedor. Recuerdo aquella fatal película llamada “Atracción fatal”. En ella un inexperto Michael Douglas era seducido por una sabidora Glenn Close, que le daba a probar las mieles del amor prohibido. Pensaba el pobre Michael que su esposa jamás se enteraría de aquellos deleitosos escarceos, pero la propia Glenn se encargó de sacar al día lo que de noche el ingenuo amante había hecho.
-¡No vuelvo! −decían muchos señores al salir del cine después de ver esa película.
-¡Ándale, para que sepas! −exclamaban sus esposas, felices con la lección moral.
-¡No vuelvo a venir al cine! −concluían la frase los maridos.
Es cierto: lo que de noche se hace de día aparece. Recuerdo una vieja estampa religiosa que me impresionaba mucho. Mostraba una ciudad y las acciones de sus habitantes. Los había borrachos, jugadores de cartas, y otros que bailaban con mujeres cuya profesión se adivinaba sin dificultad. Aparecía también gente muy buena: padrecitos; monjitas; niños vestidos de acólitos o con sus trajecitos de la primera comunión. Sobre todos −buenos y malos−, dominando la ciudad, un ojo gigantesco cubría la bóveda del cielo y todo lo veía: el gran ojo de Dios.
Hay una película de Woody Allen, deliciosa: “Cuentos de Nueva York”. En una de las narraciones la mamá del protagonista desaparece después de que un mago de teatro la hace entrar en una caja. Días después la señora aparece en el cielo, cubriendo toda la urbe, vigilando los ires y venires de su hijo y contándole a toda la ciudad las fallas y defectos de su retoño. Algo espantoso.
Es cierto: lo que de noche se hace de día aparece... ¡Ay, Diosito!