Los guateques y los antros
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El Diccionario de Uso del Español, de María Moliner −el mejor de los diccionarios del español−, dice que la palabra “guateque” es un término de origen caribe, y lo define como una “reunión bullanguera, con baile”, que se aplica a “cualquier clase de fiesta o reunión casera en que se toman cosas de comer y se baila”.
El tema resulta agradable y nostálgico para las gentes de mi edad, y quizás para los jóvenes si les decimos que se trataba de una “reu”, palabra a medias que ellos usan para designar lo mismo que “guateque” y que por tanto ahora sería sinónimo de la misma. En los tiempos en que los muchachos de mi generación y las inmediatas anteriores y posteriores éramos adolescentes, la palabra guateque formaba parte de nuestro vocabulario común y era muy usada, tanto que cuando la escuchábamos nos brillaba todo, hasta los ojos. Ahora es prácticamente un arcaísmo porque ha caído en total desuso.
Era sinónimo de baile, de fiesta casera y más o menos informal. Los jóvenes nos reuníamos en las casas para celebrar cualquier cosa con un guateque: el cumpleaños de alguien, la despedida para quien se iba a estudiar o a vivir fuera de Saltillo, y también para darle, a su regreso, la bienvenida. No faltaban motivos. Cuando las chicas llegaban a “la edad de las ilusiones”, si la fiesta era en grande y se hacía en algún lugar fuera de casa, se le llamaba “baile de quince años” −así completo, porque ahora sólo les llaman “quinces”−, pero si era una fiesta más modesta, se hacía un guateque en la casa, vigilado siempre por los padres o los hermanos mayores.
Nuestras amigas que tenían hermanos y hermanas mayores eran quienes organizaban más guateques, pues ellos cuidaban a los menores y se encargaban de la música, que entonces se tocaba en consolas o tocadiscos, con discos de acetato que había que cambiar constantemente. Allí aprendimos a bailar, y también allí se iniciaban y se terminaban los grandes noviazgos. Para los bailes de quince años en algún salón o centro social había ensayos a los que debían asistir las damas y los chambelanes, y se colaban también las amigas y amigos de ambos, de manera que aquellas tardes deliciosas se convertían en verdaderos guateques, pues había música y bailadores. Los guateques, que no necesitaban de ensayos, comenzaban al caer la noche, y a las muchachas nos recogían nuestros padres a las once, y cuando muy tarde, al finalizar el día, a las doce de la noche, como cenicientas. A los bailecitos de las tardes se les llamaba “tardeadas”. Había otro tipo de bailes más formales, como los del Casino y el Campestre. Esos comenzaban a las 9 de la noche y terminaban a la una de la mañana. Pero eso era otra cosa.
Ahora, los jóvenes que apenas entran en la adolescencia y también los más grandecitos, organizan “reus” en las casas, y los más grandes van a los “antros”. Esta palabra la define el diccionario como “caverna; figuradamente, lugar repulsivo, física o moralmente”. Así como “guateque” ha caído en desuso, “antro” ha variado en su acepción, aplicada actualmente a las discotecas y bares, y a nadie le causa repulsión, ni física ni moralmente. Los jóvenes llegan a los antros a las once o doce de la noche, y abandonan el lugar en la madrugada y a veces al amanecer del día siguiente.
La pandemia de COVID-19 vino a modificar por un tiempo los modos de divertirse de los jóvenes. Hasta hace unos meses preferían irse en grupos pequeños a pasar un día y una noche a los ranchos cercanos. Poco a poco va recuperándose la vida del antro. Poco a poco vuelven las muchedumbres, las reuniones multitudinarias en lugares cerrados y sin ventilación. En el antro, la música suena a un volumen capaz de dejar sordo a cualquiera, y las pantallas gigantescas proyectan videos que incitan a bailar, a beber y a adoptar ciertas actitudes. Los jóvenes bailan y beben hasta el cansancio. Al lugar jamás entra un rayo de sol. Adentro de la caverna, la luz artificial es siempre oscuridad. Las palabras cambian, los tiempos también.