Mamá yo quiero saber...

Se ha dicho que hacia finales del siglo antepasado en Cuba apareció un balbuceo sedoso que combinaba el sonido de dos guitarras, un bongó, una voz lánguida y una letra melosa en la que el cantante ofrecía postrarse a los pies de su doncella. Era el bolero, cuya primera acepción en el Diccionario de la Real Academia Española es “Que dice muchas mentiras” ... como prometer la luna y las estrellas.
La primera obra bolerística cubana registrada fue Tristeza, (1883) de Pepe Sánchez (1856-1918). A ésta se sumaron algunas más que no pasaban de los muros cantineros de La Habana y cayos adyacentes. Sin embargo, las letras fueron tumbando caña, literalmente si bien pian, pianito, gracias a su potente capacidad de evocar apasionadas imágenes.
Pero antes de enraizarse en Cuba, a fines del siglo XVIII pasó por la isla rumbo a México especialmente a Veracruz, Tabasco, Campeche y Yucatán, con el nombre de bolera. Hacia 1800 José Manuel Aldana (1758-1810) compuso en México sus Boleras nuevas, “escritas a dúo con acompañamiento de dos guitarras obligadas”, las más antiguas de que se tiene noticia. Recién al triunfo de la independencia se publicaron por Mariano de Zúñiga y Ontiveros las Boleras de la Independencia, alrededor de 1821. Uno de los primeros operistas mexicanos, don Melesio Morales (1838-1908) escribió la bolera Plátanos, a la que siguió Fiesta tapatía de Fernando Villalpando Ávila (1844-1902). Hacia finales del siglo XIX se modificó la bolera en favor de una estructura ligeramente simple y en tempo lento, de donde se originó el bolero mexicano que fue ejecutado por los tríos, dejando de lado al tradicional piano. Pasar del piano a la guitarra favoreció a los varones enamoradizos quienes se asomaban a las ventanas de las amadas a ofrecerles serenatas —de sereno— conformadas por canciones cuyas letras se vestían cada vez más de florituras lingüísticas y ornamentos retóricos. Recuérdese que estaba en boga la poesía modernista. Vaya como ejemplo esta estrofa del famoso poema A Gloria, de Díaz Mirón (1853-1928): No intentes convencerme de torpeza / con los delirios de tu mente loca: / mi razón es al par luz y firmeza, / firmeza y luz como el cristal de roca. Ahora cotéjese con la versificación igualmente ponderativa del bolero Nunca, de Ricardo López Méndez (1903-1989) Yo sé que nunca besaré tu boca, / tu boca, flor de púrpura encendida; / yo sé que nunca llegaré a la loca / y apasionada fuente de tu vida. Y la igualmente afectada Azul (1933) de Agustín Lara (1897-1970) Era un no me olvides / convertido en flor / Era un día nublado / que olvidara el sol.
Los yucatecos, músicos afiebrados y trovadores por antonomasia, recibieron el bolero cual maná y más pronto que tarde ya estaban componiendo los propios. Ricardo Palmerín y Guty Cárdenas, por ejemplo, ofrecieron a los jóvenes letras para el enamoramiento.
Si en Yucatán se guisaban habas, en Veracruz estaba la cocina entera, a cargo de un solo hombre: Agustín Lara. (Con perdón del también genial Mario Ruíz Armengol) Como dije, Lara escuchó atento al modernismo y de sus poetas tomó guía: Amado Nervo, Manuel Gutiérrez Nájera, el ya citado Salvador Díaz Mirón pasaron por sus largas horas de lectura dejando huella que floreció en sus canciones. Para Lara la “Mujer alabastrina” tenía “todo el palpitar de una canción.”, era “la estrella que alumbró mi cielo”, había en sus “...ojos el verde esmeralda que brota del mar”; la mujer poseía la “Divina claridad”.
Las distinguidas damitas de aquel entonces —entre 1900 y 1935, época convulsa por la peste de la pólvora y los cuerpos putrefactos de la Revolución, más los rezos prohibidos de los Cristeros—, estaban obligadas a quedarse en casa, sin más quehacer que el doméstico. Ahí se apoltronaban tras la ventana de hierro forjado a ver si acertaba a pasar el príncipe azul entonando los boleros de Lara, Cárdenas, Consuelito Velázquez, y andando el tiempo, de un ingeniero pobre, negro, huérfano y feo que supo capitalizar la herencia de sus antecesores: Álvaro Carrillo Alarcón, de quien hablaremos la próxima semana.