Más allá de las luces de la Navidad
En una ocasión, pocos días antes de la Navidad, viajaba al norte de Coahuila por la carretera 57 rumbo a Monclova. Al aproximarme a la conocida “Muralla”, mi atención fue capturada por un letrero casi devorado por el óxido y la desolación. Aquella señal, olvidada y vencida por el tiempo, anunciaba el nombre de un diminuto y paupérrimo poblado rural cuyo nombre cargaba, por sí mismo, una melancólica solemnidad: “El Sacrificio”.
Entonces recordé mi ciudad en esta época del año: repleta de luces que anuncian la Navidad, casas luminosas, nacimientos en los aparadores comerciales conviviendo, irónicamente, con gordos “Santas” y vitrinas llenas de lujosos productos. Pensé en las multitudes que abarrotan los centros comerciales, cargando listas interminables, buscando comprar aquello que los corazones ya no quieren o, quizá, ya no pueden dar.
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Reviví también la noche de Navidad: las mesas dispuestas con esmero, el pavo humeante, los brindis ensayados, los regalos envueltos con papel navideño, las felicitaciones cargadas de formalidad. Y, sin embargo, todo eso parecía tan ajeno, tan distante del nacimiento del olvidado: del Pobre de Belén.
Imaginé entonces aquella humilde gruta donde, hace más de dos mil años, nació aquel a quien hoy intentamos honrar con ostentación y, a menudo, con hipocresía. Vi la absoluta pobreza del pesebre, cuya sencilla grandeza contrasta brutalmente con nuestra realidad, saturada de excesos y vacía de significado.
DESCARTADO
A pesar de los kilómetros avanzados, la imagen de aquel viejo letrero no se apartaba de mi mente. Ese nombre, “El Sacrificio”, que indudablemente evocaba una comunidad ignorada, abandonada, atrapada en el tiempo, martillaba mis pensamientos como un recordatorio incómodo.
En mi mente, se dibujó una escena desgarradora: un anciano campesino de rostro endurecido, surcado por arrugas que narraban historias de sol abrasador, hambre y una fatiga interminable. Vestía un sombrero mugriento, desgastado por el sol y los años, ropa sucia, harapienta, que apenas cubría su cuerpo frágil. Sus manos, ásperas y cuarteadas, surgían como testimonio de una vida gastada en esfuerzo de sobrevivencia. Sentado en una rancia silla de madera, observaba a sus nietos jugar con latas oxidadas sobre la tierra seca y rajada. Sus estómagos hinchados hablaban silenciosamente de hambre, abandono y menosprecio.
Allí estaba el viejo: atrapado no solo en la indiferencia de las autoridades, sino también en algo aún más hiriente y vergonzoso, en la insensibilidad de nosotros, los citadinos. Es cierto: mientras celebramos entre comilonas, despilfarro y posadas la natividad del Gran Pobre de Belén, ese descartado mexicano sobrevive penosamente a las puertas y luces de nuestra ciudad.
Vi en la mirada de aquel anciano una expresión que lo decía todo: una mezcla de desesperanza y resignación, saturada de promesas incumplidas y corrupto saqueo.
RECORDATORIO
Imaginé al campesino reflexionando en silencio: “¡Que se abra la tierra y nos trague a todos!”. Y entonces me pregunté si podía ser de otra manera. Nuestro campo, que alguna vez fue el motor del desarrollo industrial de México, hoy no es más que una cruda evidencia de un absurdo histórico. Ahí, en esas tierras que dieron vida a nuestra patria, ahora predomina la aridez, el desatino, la discriminación, el abandono y la hambruna.
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”El Sacrificio” no es solo un lugar. Es un recordatorio cruel, brutal, de la deuda moral que tenemos gobierno y sociedad. Es un espejo que nos devuelve la imagen de nuestra indiferencia, de nuestra ceguera voluntaria. Es el grito ahogado de una necesidad urgente en México: despertar nuestra humanidad ante millones de personas que habitan en el olvido.
HABLAMOS...
La Navidad, que debería encarnar los valores de solidaridad, fraternidad, humildad y esperanza, se ha convertido en un espectáculo de contradicciones. En Belén, la fe es un acto radical: “Se cree o no se cree”. Sin embargo, la natividad del gran pobre, aquel que vino a traer luz a los marginados, hoy se distorsiona entre luces opulentas y el frenesí del consumo. Mientras celebramos con mesas rebosantes y centros comerciales abarrotados, olvidamos a millones de mexicanos atrapados en la desesperanza, marcados por la injusticia, la desigualdad y el abandono.
Hablamos de los pobres en cifras frías, pero rara vez pensamos en las vidas detrás de esos números: niños que mueren por enfermedades prevenibles, madres que no tienen cómo alimentar a sus hijos, comunidades indígenas olvidadas. Como decía la madre Teresa, “hablamos mucho de los pobres, pero rara vez hablamos con ellos”. Y aún menos, actuamos.
Este es un reclamo para recuperar el verdadero sentido de la Navidad: mirar más allá del consumismo para llevar esperanza a quienes más la necesitan.
ANTES
Antes de celebrar la Navidad “a lo citadino”, sería bueno adentrarnos en el camino que anuncia “El Sacrificio”, ese nombre que es sinónimo de los poblados violentados y marginados de nuestro país. Y ahí mismo, sentir el suplicio que millones de mexicanos enfrentan hoy, en este mismo minuto, en el prólogo de la Navidad, en pleno tercer milenio. Sobreviven en la tierra de los martirios, dejando su piel y su vida en áridos surcos, en el polvo de sus anhelos marchitos.
Sería bueno que, en lugar de apresurarnos a gastar en regalos desprovistos de amor y cargados de ostentación, reflexionáramos sobre las personas ancianas que son descartadas en México. Sería conveniente parar a pensar en cómo hemos permitido que este país sea un lugar donde hombres, mujeres y niños, tanto en comunidades rurales como en las ciudades, intentan sobrevivir en medio de una cruel e imparable violencia; en una indetenible guerra.
Ínsito: la auténtica Navidad no está en los adornos brillantes ni en los regalos, sino en reconocer nuestra deuda con los olvidados, los descartados; en mirar más lejos de nuestras burbujas de comodidad e indiferencia y atrevernos a hacer algo, aunque sea pequeño, para devolver la esperanza a quienes la han perdido.
SERÍA...
Tengo la sospecha de que, si nos detuviéramos frente a ese viejo, allí en “El Sacrificio”, comprenderíamos que cada uno de nosotros carga con una enorme responsabilidad moral por la realidad que viven los campesinos y las personas marginadas. En ese silencio, lejos del bullicio cotidiano, descubriríamos que sí podemos ofrecer algo: un pequeño grano de voluntad, suficiente para regar sus campos y alimentar sus esperanzas.
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La auténtica Natividad exige dejar de concebir esta época como un desfile de fiestas y regalos caros, pero frívolos. Frente a la indigencia de tantos mexicanos, esa actitud no solo es un insulto hacia ellos y hacia un país que enfrenta tanta violencia y carencias, sino también hacia nuestra propia esencia humana.
PORTEZUELA
Qué razón tuvo el teólogo suizo Hans Küng al afirmar: “Se es cristiano cuando se apunta al compromiso humilde en favor del prójimo, a la solidaridad con los desheredados, a la lucha contra las estructuras injustas; disposiciones de gratitud, de libertad, de generosidad, de abnegación, de alegría, como también de indulgencia, perdón y servicio...”.
Pero para eso, hay que saber agacharse, como bien lo señaló Martín Descalzo: “Quienes han visitado Belén lo saben: la única entrada de acceso a la Basílica de la Natividad es una portezuela de poco más de un metro y medio de altura, por la que sólo se puede penetrar o siendo niño o agachándose. Y el hombre aún no ha aprendido a crecer agachándose. No sabe que a Dios sólo se llega por la puerta del asombro. No por la de la grandeza, sino por la de la pequeñez. No por la de las enormes y sabias teorías, sino por la del silencio”. Un silencio que no inmoviliza, sino que nos impulsa a actuar.
SEÑALES
Estos días son una invitación a tomar conciencia de las señales que hablan de los “otros”, de sus necesidades y angustias constantes. Una invitación a preguntarnos si realmente hemos ganado el privilegio de desearnos una “feliz Navidad”, cuando lo material lo llena todo y el espíritu, las enseñanzas y el amor del que nació hace más de dos mil años están sencillamente ausentes.
Para escuchar esas señales, es imprescindible reducir la velocidad de nuestras vidas alocadas e insensibles. Para ello, hay que agacharse: no como un acto de derrota, sino como un gesto de humildad para recordar nuestra humanidad y mirar al otro, abriendo el corazón al original sentido de la Navidad, que solo se encuentra y se descubre más allá de las luces y los llamativos adornos navideños.
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