Mirador 05/06/2024

Opinión
/ 5 junio 2024

Johannes Brunn, el herrero del pueblo, fue poseído por el diablo.

Al menos eso dijo su esposa, que fue quien lo denunció. Manifestó que el hecho de que su marido no la obedeciera era prueba indudable de que estaba poseído por el espíritu maligno.

El hombre fue apresado, y se le condujo ante el tribunal de la Santa Inquisición. Los sabios inquisidores lo sometieron a los tormentos del agua, el potro, la rueda, las tenazas al rojo vivo, el fuego y los azotes, piadosos medios para hacerlo confesar que estaba en tratos con los siete demonios principales: Luzbel, Asmodeo, Lucifer, Satanás, Astaroth, Belial y Belcebú.

Pese a las torturas decretadas para el bien de su alma, el herrero negó haberla entregado al diablo, empecinada negativa que a juicio de los inquisidores demostraba sin lugar a dudas la diabólica posesión del hombre.

Lo condenaron a ser quemado vivo en la hoguera. La gente acudió en masa a presenciar el acto. Las ventanas que daban a la plaza donde se levantó el cadalso se alquilaron a precio de oro. Hubo asientos de primera fila para el príncipe, el bailío, el obispo y los inquisidores. La esposa del condenado llevó su propia silla y se las arregló para sentarse junto a los señores. El verdugo encendió la leña, y las llamas rodearon al herrero, quien entre sus gritos de dolor maldijo a los inquisidores y a las madres que los parieron.

-¿Lo ven? –dijo uno de ellos–. Estaba poseído por el diablo.

¡Hasta mañana!...

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