Mirador 28/03/2023
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Mujer tan áspera, tan díscola y parlera no había en todo el pueblo.
De carácter agrio, belicosa y pugnaz, no daba descanso a la lengua. Si dejaba de hablar era sólo porque estaba tomando aire para seguir hablando.
La principal víctima de su facundia era su esposo, que debía por fuerza escucharla todo el día, y aun de noche, pues hasta dormida charloteaba aquella lenguaraz.
Un día, desesperado ya, el hombre buscó a San Virila y le pidió que hiciera algún milagro que lo librara de la locuacidad de su mujer.
-Yo no hago los milagros –le dijo el frailecito–. Los hace Nuestro Señor.
Se puso, pues, en oración:
-Padre: haz que este pobre marido no sufra ya la palabrería de su esposa.
El buen Dios obró el milagro: en ese mismo instante el hombre quedó completamente sordo.
-Caramba –se consternó San Virila–. Los milagros hay que saber pedirlos.
¡Hasta mañana!...