Mirador 30/05/2024
Omán al Fajir era un poeta ciego de nacimiento.
No se consideraba desdichado. Oía hablar de las bellezas del mundo, pero él llevaba en su interior su propio mundo, en el que había también bellezas inefables.
Omán sabía de memoria 100 mil versos. Mil eran de amor cumplido, de desamor el resto. Decía: “Así es el amor”. Podía relatar 10 mil historias. Comentaba: “Las verdaderas son muy aburridas. Las que entretienen son las inventadas”.
Un día llegó al reino un médico venido de país lejano, y oyó hablar de la fama del poeta. Lo visitó en su casa, y después de examinarlo le dijo que podía remediar su ceguera. Omán se sometió al tratamiento, y sus ojos se abrieron a la luz del mundo.
Sucedió, sin embargo, que aquella luz fue para él oscuridad. Olvidó todos sus versos; perdió todas sus historias. Y no le gustó el mundo. Declaró. “El que yo veía sin ver era mejor y más hermoso que éste”.
Le pidió al médico que lo hiciera ser ciego otra vez, pero el médico se negó: las leyes de su profesión se lo impedían. Entonces Omán se dedicó a escribir nuevos poemas para sustituir a los que había olvidado. Todos los poemas eran tristes, y nadie los quería escuchar. El poeta murió de tristeza. Momentos antes de morir cerró los ojos. “Para ver la muerte”, dijo.
¡Hasta mañana!...