Piedras que se fueron

Opinión
/ 10 agosto 2024

Dos edificios, por desgracia, no tienen existencia ya. Uno es el del templo de San Francisco; otro el del Hotel “Coahuila”.

Ambos cayeron no “víctimas del progreso”, como dice la la necia frase manida y estereotipada, sino víctimas de la ignorancia, de la incuria, de la indiferencia general. No nos dimos cuenta al permitir que aquellas nobles fábricas fueran derruidas que con ellas caía mucha historia nuestra y algo de nuestra manera de ser.

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Era una bella iglesia la de los franciscanos. Se construyó a fines del siglo XVIII en el estilo de la mínima orden fundada por El Pobrecito.

Sin óbice de su humildad, el templo de los franciscanos en Saltillo era de singular hermosura. Yo crecí casi debajo de su sombra, y por eso lo recuerdo: su portada era casi plana, ornado sólo por la gran puerta de arco de medio punto, una ventana de no muy grandes proporciones y los blasones de las órdenes franciscanas. Terminaba la dicha portada en un remate escalonado en cuya parte posterior lucía una pequeña cruz. Otra coronaba el pequeño campanario de trazo hexagonal que mostraba una graciosa linternilla.

Allá por 1953 se dijo que se iba a ampliar la calle de Juárez para hacerla más ancha y propicia al tránsito de los vehículos. Se derribó entonces casi todo el templo. Nadie quiso o pudo protegerlo. Cayeron los fuertes contrafuertes en que el templo se apoyaba por la antedicha calle; se vino abajo su techumbre de grandes y gruesas vigas talladas con hacha; cayó su campanario. Los padres franciscanos hicieron con mucho sacrificio otro templo. Para ello don Oscar Flores Tapia les ayudó con generosidad. Quedó muy bella la nueva iglesia franciscana, y el Cronista de la Ciudad tuvo el honor señaladísimo de pronunciar un discurso cuando los buenos padres abrieron las puertas de su casa a la devoción de los saltillenses. Nunca se cerrarán las del recuerdo a la evocación de la antigua iglesia destruida.

El edificio que la gente llamaba “Hotel Coahuila” y que sirvió desde principios de siglo como sede del muy pudiente Banco de Coahuila, era una bella construcción hecha en el estilo que caracterizó a los grandes edificios comerciales en la última etapa del porfiriato, estilo en el que se mezclaban elementos ingleses y franceses con los nuevos de la arquitectura norteamericana. No más de cuatro pisos tenía el Hotel, pero los saltillenses lo llamaban “rascacielos”, quizá porque para los saltillenses el cielo ha estado siempre muy cerquita. Muy bello era el Hotel “Coahuila”. El Cronista de la Ciudad gozó el honor señaladísimo de emborracharse no una, sino varias y en muy importantes ocasiones, en su famosa cantina de “los bajos”. Los años y la solemne graveza que con ellos se abate sobre los humanos han apartado al propio Cronista de esas embriagueces, si no de otras. Pero si volviera a quedar alguna vez poseído por el espíritu del vino que libra de ataduras y saca las verdades, el Cronista execraría y anatematizaría a los causantes de la desaparición de aquel bello edificio. Entiendo que alguna vez se arrepintieron de su acción. Ojalá así haya sido. Siempre debe uno arrepentirse de sus pecados.

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