Poder judicial: Cuando los patos le tiran a las escopetas
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Dejo de lado la discusión acerca de la transformación del tercer poder que planteaban filósofos de los siglos 17 y 18 acerca de su importancia para evitar el dominio de una de las autoridades, la más evidente, la del ejecutivo. No creo que alguien dude de la necesidad de contar con un Poder Judicial; esto es indiscutible. La cuestión no es si es bueno o malo; claro que es bueno, pero la pregunta es si el que existe cumple con las expectativas. Y, claramente, no lo hace.
Entre los papeles y las realidades hay un abismo. Esto se ejemplifica con la “elección” de Nicolás Maduro: se han escondido los papeles (las actas) y él declara que ganó; su palabra se hizo ley. El presidente Lula da Silva es, me parece, uno de los críticos que ha estado a la altura de las circunstancias. No dice que ganó o perdió uno de los dos contendientes por la presidencia de Venezuela, únicamente pide que se presenten los documentos.
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Aquí tenemos un enorme movimiento de defensa de un poder, uno de los tres que nos dan la certeza de contar con un Estado moderno, pero a menudo contamos con una caricatura. Y todavía hace poco los tres poderes eran una parodia, un remedo, una irrisión. Podemos decir, con seguridad, que antes de 1988 no había un Poder Ejecutivo, sino una dictadura disfrazada; que no existía una Cámara legislativa real, sino de mentiritas. Ambos poderes, con un esfuerzo enorme y los cambios históricos mundiales, debieron transformarse. El cambio surgió desde el mismo Partido Revolucionario Institucional (PRI) después de que Salinas de Gortari, por obra y gracia de Manuel Bartlett, se hiciera presidente. Las luchas de Cárdenas, Muñoz Ledo, Reyes Heroles, Heberto Castillo y Maquío fueron heroicas. Luego el partido mandó asesinar a Luis Donaldo Colosio y al presidente del mismo. E inició el cambio, más lento que rápido.
La frase, ya histórica, de Vargas Llosa, que declaró que el PRI era la dictadura perfecta, no perdió su mordaz sentido, aunque les haya dolido a los intelectuales del momento, en especial a Octavio Paz. En un libro muy interesante sobre nuestro país, editado en Bélgica, uno de los capítulos llevaba el título “Le Mexique: royaume des licenciados” (México, el reino de los licenciados) y cuando lo leí, allá por los años setenta, sentí vergüenza de ser mexicano. Relataba el autor que acá todo se podía conseguir con dinero y un abogado. ¡Imagínese! Y era cierto. Pero abogado no es referencia a una persona que ha estudiado leyes, sino a un sistema, que es el uso de la ley para favorecer al que paga.
La lucha actual no es por la justicia sino por la defensa de los privilegios de los ministros de la Corte, que tienen más que ningún funcionario en la Tierra. Ahí sí, ni soñar compararnos con Dinamarca. Los presidentes Biden o Macron, el canciller alemán Olaf Scholz, el primer ministro británico Keir Starmer y muchos más no ganan ni la mitad de lo que reciben mensualmente nuestra primera ministra Norma Piña o el ministro Luis María Aguilar (me refiero al salario, no a otras posibilidades de multiplicarlo).
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¿Somos envidiosos? No. Nada más pensamos en nuestro pobre país. Mientras haya jueces corruptos nunca alcanzaremos la madurez política. Si ya se corrigieron (en parte) los otros dos poderes, considero que ahora le toca al judicial.
¿Cómo se atreve Alito Moreno a declarar que en el Senado se están ofreciendo millones por un voto? Se atreve porque es lo que ha hecho durante años. Es todo.