Café Montaigne 209

Politicón
/ 3 julio 2021

La popularidad y al fama son engañosas. Son eso, fama efímera. Ilusión de un día. Sin duda, vana gloria. Por eso internet y las redes sociales se han convertido en la vida misma para millones de humanos. Es una fama y gloria falaz, pero para millones de personas, es lo único que buscan y con lo cual se sienten “felices” y a gusto: un escenario perpetuo de lentejuelas y oropel en las diversas redes sociales las cuales todo lo pudren. Son montajes, escenarios, teatro guiñol lo cual tarde o temprano, estalla en sus narices y manos y termina por devastarlos.  

Los “likes” de multitudes es la falsedad del artificio. Vidas de mentiras, vidas en “tiempo real” las cuales no pocas veces, terminan por creerse dichas personas. Creen habitar ese ciberespacio perfecto. Sin duda, caen en el aspecto caricaturesco y banal de dichas estupideces. ¿Antes? Antes, lo que es decir apenas ayer, se tenía una vida propia y claro, era privada. Hoy los cuerpos son privados y los desnudos públicos. Todo mundo conoce los pezones en flor de la señorita dependienta del “Oxxo” más cercano. Todo mundo intercambia las fotografías en calzones de las alumnas más buenas de su escuela, por otras fotografías de bragas y nalgas de las alumnas de la escuela vecina.

No hay pudor y vaya, ni cinismo en ello: para que exista una fotografía debe haber una “modelo” y dicha “modelo” se deja retratar o de plano, se retrate a sí misma y luego, viene el compartir y dar “like” a un pedazo de vergüenza. “Selfie” se le nombra a estarse retratando interminablemente con la cámara de su teléfono celular. Cuando aún nadie hacía lo anterior, hay una “selfie” histórica en una de las mejores películas que he visto: “Thelma and Louis”, donde un par de bellas e inteligentes actrices, mi Susan Sarandon y Genna Davis se toman un retrato con una cámara portátil para dejar testimonio de su épica y odisea carretera.

Era otros tiempos, otros climas, otras marchas en la historia, otros anhelos; era otro tipo de empuje y conocimiento. ¿Mejores a éste? Sin duda y para mí, sí. Lectores atentos me han pedido seguir con mis cuentos, anécdotas y andanzas de vida, episodios que he contado en este espacio sabatino y también en las columnas de “Contraesquina”. Agradezco siempre sus apostillas. En honor a la verdad, la buena o mala fama que tengo es causa mía. ¿Por qué cuento lo que narro en estos episodios? Pues por eso solamente, porque son jirones de mi existencia los cuales trato de contarlos con la mejor prosa posible y aderezárselos a usted con mi bagaje personal de lecturas, gastronomía, música y todo lo que rodea eso llamado hoy “calidad de vida”.

Hay una frase ingeniosa y aguda, como todo lo que escribió ese genio ibérico llamado Francisco de Quevedo: “Para que se anden tras ti todas las mujeres hermosas, ándate tú delante de ellas”. A mis ya largos 56 años aún ando pasos delante de mujeres hermosas las cuales sí, andan atrás de mí. Tras mis huesos. Literal. Hace días le conté que casi no como por el maldito calor demencial,   por lo cual, soy un pinche palo de ocote seco. Seco y esmirriado.

ESQUINA-BAJAN

¿Les gusto a las mujeres de muy buen ver así de seco y pálido y sin pizca de músculo y claro, ya en el invierno de mi vida, es decir en mi vejez? Quiero creer que sí. Mi billetera es magra y escuálida, como yo mismo. Pero trato de halagarlas en todo y en eso, no hay porque escatimar peso alguno. El dinero se hizo para gastarlo y si es una buena y hermosa mujer, hay que gastarlo a manos llenas. De preferencia, todo. ¿Hay buenas mujeres? Si las hay. Imagino cuando están dormidas. Y vaya usted a saber qué días y noches sueñen con deseos lúbricos, pasiones malsanas e innombrables.

¿Qué hacer? Pues a una mujer no se le entiende (es imposible), sólo se le ama. Así de sencillo. ¿Todas las mujeres son malas? No. No lo creo, sólo el 99.9% de ellas. El restante 1% por lo general, ya tiene pareja estable. Por eso de aquellos bellos versos de Ramón López Velarde: “Todo me pide sangre: la mujer y la estrella,/ la congoja del trueno, la vejez con su báculo…” En mi vejez, pero aún sin báculo ni bordón, aún espero el amor sincero de una mujer. ¿Algo imposible? Caray, se lo voy a decir: así lo creo. ¿Entonces por qué lo intento una y otra vez y quedo no pocas ocasiones con mi alma en harapos y hecho una piltrafa humana? Sin una mujer, no puedo vivir. Por eso tengo siempre a mi lado una.

Pero caray, qué le vamos hacer. Si el maestro Julio Torri era tenorio de sirvientas, este escritor es tenorio de meseras y bailarinas. Me derrito por ambas. En un restaurante con meseras guapas y ataviadas con su uniforme, por lo general, me derrito por todas. En los “table dances” ya abiertos en Monterrey, me enamoro de todas y de sus atavíos e indumentarias y disfraces de infarto (tengo especial fijación por sirvientas, enfermeras y colegialas). ¿Es bueno y normal esto a mis 56 años de mi muy raspada vida? Pues es una balanza moral la cual a mí no me interesa explorar.

A últimas fechas padezco varios pecados capitales, los cuales sí, son enfadosos y es un suplicio llevarlos en la espalda: la lujuria, la soberbia, la pereza y el alcoholismo. Usted conoce las fatídicas palabras de Edgar Allan Poe en su celebérrimo cuento, “El gato negro”: “¿Qué enfermedad se puede comparar con el alcohol?” Según yo, las cuatro pasiones malsanas las tengo controladas. En el fondo no es así. En estos días padezco un amor atravesado, una pasión juvenil… en el invierno de mi vida.

LETRAS MINÚSCULAS

Me enamoré de una mesera, Claudia MS. Tiene las piernas más largas y bellas las cuales jamás había visto; es flaca, alta como un nardo oloroso, tiene unas caderas de flama viva y ondulante y se viste como modelo de pasarela. Así me trae de jodido…

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