​Combate de sombras

Politicón
/ 26 marzo 2021

¿Será cierto que cerca de Saltillo hubo una batalla que a lo mejor nunca sucedió? Dicen que fue por el rumbo de Ramos Arizpe. Era una mañana de las de diciembre, frías y nebulosas. Cuando amaneció el día ni siquiera se supo que ya había amanecido, o si eran las 5 de la mañana o de la tarde. Dos fuerzas de hombres que se iban retirando se encontraron de pronto entre la niebla y trabaron combate sin saber por qué ni para qué.

Lucharon durante todo el día, cuerpo a cuerpo, a la bayoneta, o a la espada, o al machete, según. Quienes no traían ninguna de esas tres armas de las que dicen blancas se agarraron a pedradas. Uno le machacó a otro la cabeza con un pedrusco grande, y luego se sentó sobre él a descansar. Sobre el pedrusco, quiero decir.

Entre la bruma se oían los gritos de los combatientes que se llamaban unos a otros:

-¡Peeedrooooo!

-¡Juaaaaaan!

Y respondían por todas partes Pedros y Juanes, muchos, y sus voces se oían como cuando uno habla abajo del agua.

En el pueblo ladraban los perros. Después comenzaron a aullar. Es que ya había muertos. Cuando cayó sin vida el primer hombre, uno de los perros aulló antes que todos los demás, pues tenía mejor olfato para la muerte. Para los vivos no, pero para la muerte sí. Era un perro negro, según platican. Los perros son muy listos para eso de sentir a la muerte. Los hombres no sabemos sentir la muerte. Algunos no sienten ni la vida.

Por los aullidos de los perros la gente se dio cuenta de que algo estaba sucediendo. Alguien dijo que a lo mejor se había descarrilado el tren. Otro dijo que no: que de seguro se había muerto el Papa. Luego todos siguieron haciendo lo que hacían: zapatos; pan; la comida; una cajita para un niño que ya se iba a morir...

Todo el día combatieron aquellos dos ejércitos de espectros. Se miraban visiones espantosas. Un caballo despanzurrado atravesó el campo de batalla como el ruedo de una plaza de toros: arrastraba las tripas por el suelo, y le llegaban a distancia de seis o siete metros. Un hombre iba por todos lados con una espada que lo traspasaba de lado a lado, y decía: "Mamá, mamá", como buscándola. Dos soldados se dieron muerte el uno al otro y cayeron los dos abrazados, y así se quedaron, con los ojos abiertos viendo nada. El general más importante de todos se puso a ver la batalla con su catalejos, desde lejos, como el nombre lo indica, y de pronto una bala le pegó en la frente. Nadie lo sabrá nunca, pero esa bala fue disparada por un muchachillo de 15 años que nunca había tenido en sus manos un fusil y que lo disparó al azar, a ciegas, antes de escapar corriendo con los pantalones todos mojados, porque se había hecho de las aguas por el miedo.

Cuando cayó la tarde y regresó la noche -la noche siempre regresa- no había nadie vivo. Ni el muchachillo aquel, pues un oficial lo mató, por desertor.

Después de esa batalla, donde murieron tantos para nada, la gente continuó haciendo lo de siempre: el panadero, pan; el zapatero, zapatos; el carpintero, cajas de muertos; las mujeres, la comida.... Hay, entonces, dos posibilidades: o no hubo tal batalla, o de nada sirvió que hubiera sucedido. A fin de cuentas esas dos cosas son la misma. Pero ¿y entonces los aullidos de los perros, y aquellos gritos que de repente todavía se oyen en los días de niebla?

-¡Peeedroooo!

-¡Juaaaaaan!

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