De muros y lamentaciones
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Primero, una anécdota que espero me ayude a ilustrar el punto.
Un amigo docente próximo a la jubilación, lo que quiere decir que su labor en aulas ya abarca cuatro distintas décadas, describe un signo de nuestros tiempos: antes (década de los 80, 90 y todavía poco después) cuando veías una parejita (niño y niña) fajando en la escuela, podías reconvenirles, amonestarlos y hacerles una admonición para que moderasen su conducta, para que relajaran su efervescencia hormonal en pleno apogeo y atemperaran sus ímpetus, por una mera cuestión de mesura de la conducta institucional, por decoro académico.
Sin embargo, cuando esta misma situación se suscita hoy en día, y la parejita de alumnos en cuestión es homo-sentimental (digamos niño y niño o niña con niña) resulta sencillamente impensable hacerles el más tímido llamado de atención o invitación al orden más elemental.
¿Por qué? Porque ipso facto y de la nada le pueden armar al docente un caso por intolerancia y discriminación; por ser un maldito macho heteropatriarcal, falocéntrico, pitonormativo, bronca que se convierte en automático en problema del plantel, que se las tendría que ver con Derechos Humanos, Conapred, Amnistía Internacional, Condusef, la Conmebol y el Consejo de la Comunicación, voz de las empresas, es iniciativa privada.
¿Qué cambió? ¿Acaso el sentido del decoro, de la decencia, de la “moral” o del respeto?
¡Para nada! Sigue siendo deseable que los escarceos erótico-románticos de la chaviza se sigan ejerciendo –como en los viejos tiempos– en un ámbito más privado y controlado, como el asiento trasero de un vocho o la casa de los papás de alguien, cuando éstos se ausentan.
Pero pasa que cierta camada de arribistas enarbola como propias las penurias, dificultades y batallas libradas por otra generación de activistas (que esos en verdad se las vieron muy prietas con la discriminación, el escarnio y el rechazo), para asumir una perenne postura de victimización, de siempre ofendidos y de “me están violando mis derechos”.
Le juro que sueño con un mundo en el que la igualdad de derechos deje de ser una aspiración y se convierta en el suelo parejo que pise toda la humanidad.
Pero a veces la lucha por materializar este anhelo puede ser desvirtuada para ganar algunas prebendas gratuitas y mucho me apenaría que lo que viene a continuación fuese el caso.
Trascendió que el Ayuntamiento de Saltillo sancionó un mural, ejecutado por una artista local en un inmueble del centro de esta capital, con el que se conmemora a tres víctimas del feminicidio.
El caso pronto cobró relevancia nacional porque: “¡Qué horror! ¡Mira que intentar acallar a quienes alzan la voz y se manifiestan en contra de la violencia sistemática que padecen las mujeres!”.
¡Obviamente! No sólo sería inhumano e insensible, sino políticamente torpe hasta la temeridad el buscar reprimir una expresión concerniente a un tema tan sensible, tan vivo y tan doloroso al día de hoy en México, como la violencia contra la mujer.
¿Por qué el Ayuntamiento se compró semejante brete que tan cara factura le pasó en prestigio e imagen?
Una versión nos dice que el alcalde, Manolo, ordenó personalmente la inmediata censura del mural, y que reía a carcajadas mientras firmaba el oficio para intimidar y dar persecución a los activistas responsables de la obra, sin prever en ningún momento que se le habría de revertir por ser el tema más candente y delicado de la agenda nacional: el feminicidio.
La otra versión dice que se abrió un reporte administrativo en contra del mural, sin que la autoridad supiera si éste enarbolaba alguna causa comercial, artística o social porque, argumentan, los auspiciadores no habrían enterado al Ayuntamiento de las intenciones de esta actividad.
Se dio a conocer ayer que los organizadores sí tramitaron un oficio, aclarando la naturaleza de la obra y haciendo una invitación para la presentación y explicación de la misma.
Tal presentación, con la cual se darían por iniciados los trabajos, se llevó a cabo el 21 de diciembre. Pero el oficio tiene un sello de recibido, por la Subdirección del Centro Histórico, del día 26 del mismo mes.
Así que ya no sé yo si alguien está actuando de mala fe… o el Ayuntamiento, aduciendo desconocimiento, justificando su intentona por suprimir el mural.
O bien, los activistas no enteraron en realidad debidamente al Municipio (se supone que tienen experiencia en estos menesteres) y una vez que fueron objeto de un extrañamiento por parte de la autoridad local, están gritando “¡falta!” y rudeza excesiva, como quien se avienta una plancha en un juego de futbol, cuando lo único que se les pedía era apegarse al manual de usos para el Centro Histórico de Saltillo.
Creo que es uno de esos casos en los que cada ciudadano debe decidir qué creer y, no obstante la condena en contra del Ayuntamiento fue unánime y nacional, es necesario para el correcto análisis de este caso el antecedente entre las partes en disputa, ya que el grupo de activistas y la presente administración municipal no son exactamente los mejores amigos, sino que hay una agria y reposada rivalidad entre ellos, vale decirlo.
Así que bien: es la actual administración municipal una represora, pero a la vez tan miope para no anticipar el costo de censurar una causa popular (aunque fuese por mero tacto político); o el colectivo de activistas está aprovechando esta coyuntura para sumar puntos a su causa a costa de exhibir al Municipio como autoritario, lo que sería otra forma de lucrar con una causa.
Todo esto me divertiría si no fuera porque de por medio está el nombre y el rostro de tres mujeres, auténticas víctimas mortales de la violencia, y el indecible dolor de sus familiares, entre los que hay personas que quiero y admiro.
Así que ojalá el jueguito político que aquí se traigan quede de lado porque, como concluimos en la anterior entrega, la segunda peor cosa después de ultimar a una mujer, es el aprovecharse y sacar partido de dicha desgracia.