¿Dónde quedaron los 262 ejemplares?

Politicón
/ 25 octubre 2015
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En el artículo anterior, comenté  que está perfectamente documentado que  hacia el último trimestre de 1605 llegaron a Veracruz 262 ejemplares de la primera edición de El Quijote. De igual manera, hoy se sabe que en el mismo 1605 se recibieron en Portobello, situado en territorio que hoy es de Panamá, primero cinco y después 26 ejemplares de la misma obra, así como otros 84 en Cartagena de Indias. En suma, buena parte de esa edición fue enviada a América en el año mismo de su publicación.

A propósito de lo anterior, en alguna ocasión el fallecido literato Carlos Montemayor contó la anécdota siguiente: “En abril de 1995, en el norte de Estados Unidos, ante un grupo donde se encontraba el escritor Carlos Fuentes, me referí —dice—  a estos envíos (a América) de ejemplares de la primera edición de El Quijote… Tiempo después volví a encontrarme con Carlos Fuentes en Francia y me pidió que le confirmara si eran ciertos los envíos de más de cien (sic, fueron 84) ejemplares… a Cartagena, porque lo había comentado con Gabriel García Márquez y el nobel colombiano le había propuesto que en el otoño de ese año emprendieran un recorrido en busca de los libros o de su rastro”. (Memoria del V Coloquio Cervantino Internacional, pág. 34). Quedó sólo en anécdota.

Pues bien, de los al menos 262 ejemplares llegados a Veracruz en 1605 se tienen noticias de algunos rastros, que no a todos parecen verosímiles ni convincentes. A manera de muestra, se da cuenta de dos casos referidos por Ignacio B. del Castillo en su artículo aparecido en la edición del 23 de abril de 1916 (fecha por cierto del tercer centenario de la muerte de Cervantes) en la publicación capitalina “Revista de Revistas”. Conocidos como los Quijotes de Agreda y Chavero, lo que se cuenta de ellos es lo siguiente:

Escribió Del Castillo que Luis González Obregón le comentó que un ejemplar de El Quijote de 1605 “estuvo a la venta en un remate de libros viejos que se efectuó hace algunos años, y allí lo vio y palpó el recientemente muerto don José María Agreda y Sánchez, bibliógrafo profundo, quien desgraciadamente dudó, al tenerlo en sus manos, de que fuera la primera edición de la inmortal obra de Cervantes”.

Rápidamente fue Agreda a su biblioteca a consultar catálogos y manuales bibliográficos. Convencido de que el libro sí era auténtico, de inmediato regresó para adquirirlo. Con gran pesadumbre se enteró  entonces que lo acababa de comprar un cliente anónimo quien probablemente, escribió Del Castillo, ni siquiera supo la valiosa joya que se llevó y el libro “acaso esté oculto en el fondo de un cajón en el último cuarto de un patio de vecindad”.

El caso de El Quijote de don Alfredo Chavero, abogado y culto historiador de la época del porfiriato, es sin duda más doloroso. Él sí poseía un ejemplar de El Quijote de 1605. Lo tenía en un lugar de honor al centro de la biblioteca de su despacho, “soberbio como un dios, solo como un astro”, para presumirlo con gran satisfacción a cuenta persona lo visitaba en su oficina.

Una tarde recibió Chavero a un acaudalado cliente, francés de nacionalidad, quien acudió a liquidar ciertos honorarios profesionales que le adeudaba. Fiel a su inveterada costumbre, agasajó al visitante mostrándole el gran libro cervantino  que no se cansaba de elogiar. Recibido el pago, Chavero se vio en la necesidad de acudir a otra sección de su oficina para completar el trámite. Al regresar a su despacho, encontró al cliente francés con el sombrero en la mano y dispuesto a retirarse de inmediato, como en efecto sucedió.

Llegó la noche, don Alfredo estaba a punto de salir de su oficina y entonces “su sorpresa no tuvo límite cuando observó que el Quijote había desaparecido del mueble en que habitualmente lo tenía. Revolvió libros y papeles, volteó mesas y sillas, interrogó a compañeros y empleados, buscó hasta cansarse y el Quijote no apareció”. Reconstruyó todos sus actos del día y llegó a la conclusión de que el francés se lo había llevado. (17)

jagarciav@yahoo.com.mx

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