Felices, felices, felices, lo que se dice felices, no somos
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Aristóteles dijo que el hombre tiene un fin y ese es la felicidad. Desde entonces, no hay quien diga lo contrario. Todos queremos ser felices, es una aspiración natural del ser humano. El método que recomendaba el estagirita era la práctica de la virtud y entre ellas la prudencia.
Otros, como John Stuart Mill, proponían que para ser felices deberíamos de buscar “maximizar el placer y minimizar el dolor”, y lo matizaría diciendo que éste tiene que ver con la búsqueda de “la mayor felicidad para el mayor número de personas” y se puede realizar a través del cálculo del impacto de nuestras acciones. La idea es no dañar a otros.
Immanuel Kant fue subiendo el nivel de compromiso, diciendo que quien quisiera ser feliz requería cumplir al máximo con sus deberes, entonces determinó que quien quisiera ser feliz tendría que cumplir cabalmente con sus deberes. La clave del método se encuentra en el respeto a la dignidad de las personas, en el entendido de que la dignidad está por encima de todo precio y la persona merece respeto. Por eso desde la óptica kantiana, al ser humano no puede instrumentalizársele, quien se atreva a hacerlo no podrá conseguir la felicidad.
Podríamos traer a colación a Emmanuel Levinas, Paul Ricoeur o Alasdair MacIntyre a quienes recomiendo leer y quienes profundizan también sobre el tema. En síntesis, la felicidad desde el principio de la reflexión humana, fue la preocupación más importante del ser humano. A la fecha lo es o ¿para que vive usted?
El relativismo moral, que practicamos con tanta devoción, nos ha complicado la cuestión porque cada quien ha entendido por felicidad lo que le ha dado la gana. Realmente nos hemos extraviado en la búsqueda porque hemos querido.
Nos hemos hecho bolas porque así nos ha venido bien, pero ¿de veras somos un pueblo virtuoso?, desde el discurso sí, por supuesto, en la práctica cotidiana la realidad nos condena. Inseguridad, violencia, pobreza, desigualdad, impunidad, muertes por todas partes y otras plagas más que nos han azotado desde que México es México y desdicen el buen deseo de vivir en un pueblo que es feliz, feliz, feliz.
¿Buscamos el mayor bien del mayor número? La polarización social que vivimos nos denuncia. ¿Respetamos la dignidad del otro? O simplemente, ¿todos los mexicanos cumplimos cabalmente con nuestros deberes? Hablo de todos. Ahí están los altos niveles de corrupción que como plaga nos siguen azotando.
La felicidad no es un estado de ánimo, como la Noche del Grito o el gol del Chicharito. La felicidad nada tiene que ver un buen coche ni con una buena y choncha tarjeta bancaria, tampoco con el poder desmedido o con unas fabulosas vacaciones en los destinos de moda. La felicidad tiene que ver la armonía y el equilibrio.
A mitad de 2018, Latinobarómetro nos decía que la aceptación del Presidente de la República, en ese momento EPN, era del 18 por ciento. Hoy Andrés Manuel tiene una abrumadora preferencia del 70 por ciento, les guste o no a sus detractores. Probablemente al Presidente de la República, en la euforia que le dio haber visto un Zócalo hasta las banderillas con más de 100 mil personas, le trajo un estado de ánimo que confundió popularidad y aceptación con felicidad, la verdad es que no es así.
El 20 de marzo se celebra el Día Internacional de la Felicidad y en el ranking de este año realizado por la ONU, México apareció en el lugar 23. Por supuesto, son otras cifras. Finlandia, seguida de Dinamarca, Noruega e Islandia; Holanda, Suiza, Suecia, Nueva Zelanda, Canadá, Australia y otros 11 países son reportados como más felices que nosotros.
El pueblo, que somos todos, no podrá estar “feliz, feliz, feliz” mientras las gasolinas, la canasta básica, la educación, la salud, el empleo, la vivienda, los salarios, la economía, la inseguridad y otras tantas dimensiones humanas en nuestro país, estén muy lejos de su consolidación. Que haya un buen estado de ánimo y que realmente seamos felices, son cosas muy diferentes. Felices, felices, felices, lo que se dice felices, no somos.
fjesusb@tec.mx