La mandolina

Politicón
/ 15 julio 2018

“Eres una mentirosa, Macalota –le dijo don Chinguetas a su esposa con rencorosa voz–. Siempre has dicho que si un día llegaba yo a la casa temprano te caerías muerta de la sorpresa. Hoy llegué a las 7 de la tarde, y nada que te caíste”...  Himenia Camafría, madura señorita soltera, le comentó a Solicia Sinpitier, célibe como ella: “Dice el periódico que un hombre entró en la casa de una mujer sola y se escondió abajo de su cama”. “¡Ah! –se entusiasmó Solicia–. ¡Entonces voy a comprar camas gemelas! ¡Así duplicaré mis posibilidades!”...  Don Astasio y su compadre don Pitorro hablaban de sus respectivas cónyuges. El primero se quejaba de la frialdad de su mujer: el acto del amor no suscitaba en ella los deliquios que en el cine y la televisión se ven. “Pienso, compadre –dijo– que hasta la Reina Victoria ha de haber sido más ardiente que ella, para no mencionar a damas de mayor actualidad, como Eleanor Roosevelt”. Opinó don Pitorro: “Sucede que las mujeres tienen espíritu romántico. Yo padecía el mismo problema con mi esposa. Un día se me ocurrió contratar a un tañedor de mandolina a fin de que interpretara barcarolas y romanzas en la habitación vecina mientras nosotros hacíamos el amor. El resultado fue notable: aquella música hizo que despertara en mi mujer la cortesana que llevaba dentro. Esa noche Cacariola fue la síntesis de todas las grandes amantes antiguas y modernas, al mismo tiempo Thais y Cleopatra, Mata Hari y Naná.

Aquella música hizo que despertara en mi mujer la cortesana que llevaba dentro"

La mandolina hizo la diferencia”. “Caso extraño, compadre –ponderó don Astasio–. Tanto usted como yo tocamos en la estudiantina de la secundaria ese cándido instrumento, y nunca supe que tuviera tal virtud”. “La tiene, compadre –insistió el otro–. ¿Por qué no hace la prueba? De mil amores me ofrezco a tocar la mandolina mientras usted se entrega al amor con mi comadre. Verá los resultados”. Don Astasio aceptó la sugerencia, y esa misma noche procedió a yogar con su consorte mientras el compadre tocaba en el cuarto de al lado piezas del repertorio italiano como “Torna a Surriento”, “O Sole Mio” y “Mattinata”. Vano empeño: la mujer siguió como si nada. Incluso hubo un momento en que casi se quedó dormida. Desolado, fue don Astasio con su compadre y le informó que la mandolina había había resultado inútil. “Me sorprende usted, compadre –dijo don Pitorro–. En mi caso nunca ha fallado. Permítame estar con mi comadre mientras usted toca ese bello instrumento. Pero le encargo mucho la mandolina, pues es sumamente frágil y costosa. A nadie se la prestaría más que a usted”. Así diciendo el tal Pitorro se encaminó a la habitación donde se hallaba su comadre. Don Astasio, agradecido por la confianza que su compadre le había demostrado al permitirle tangir su mandolina, empezó a pulsarla. Apenas habían brotado del romántico instrumento las primeras notas del conocido tema “Al di la” cuando en la alcoba empezaron a oírse inconfundibles ruidos de erotismo: ayes, suspiros, quejos, gañidos, exhalaciones y zureos. A poco esas leves manifestaciones se convirtieron en jadeos y acezos anhelantes, y luego en clamorosos ululatos de placer. La mujer empezó a chirlear, zurear, titear, chuchear y piñonear, y luego se soltó aullando, bramando, bufando, churritando, himplando, orneando, otilando, rebudiando y resoplando. Bien se advertía por todas esas onomatopeyas que la señora se estaba refocilando muy cumplidamente en el adulterino tálamo. No por eso el esposo dejó de tañer la mandolina; antes bien empezó a rasguearla con más sentimiento y emoción. “¡Eso es lo que hacía falta!” –se dijo con orgullo don Astasio–. ¡Alguien que tocara bien la mandolina!”... FIN

Escritor y Periodista mexicano nacido en Saltillo, Coahuila Su labor periodística se extiende a más de 150 diarios mexicanos, destacando Reforma, El Norte y Mural, donde publica sus columnas “Mirador”, “De política y cosas peores”.

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