México y el FBI

Politicón
/ 15 junio 2017

Para funcionar de verdad, la procuración de la justicia tiene que ser independiente del poder político. Así lo está demostrando la trama que implica a Donald Trump con los rusos. Al exdirector del FBI, James Comey, le pidieron que dejara de investigar al presidente y a sus funcionarios más cercanos, con la intención de abortar una crisis política y legal de grandes magnitudes. Comey prefirió que lo cesaran del cargo, antes que someter la independencia de la institución al gobierno en turno. En México es urgente que las instancias de investigación del delito sean verdaderamente autónomas, pues es frecuente encontrar que la violación de la ley se origina en las instrucciones de algún gobernante. Es poco serio pensar que un subordinado pueda presentar cargos contra quien lo nombró en el puesto.

Al director del FBI, lo mismo que al procurador o el secretario de la Función Pública en México, los nombra y los quita el Presidente de la República. Hasta ahí las similitudes. El cargo de director del FBI dura 10 años con el fin de que sirvan al Estado y no al gobierno en funciones. En México, los encargados de perseguir el delito o de vigilar la honestidad de los funcionarios son parte del mismo gobierno, del mismo equipo. Si algún secretario de Estado, funcionario de alto nivel o del gabinete ampliado es sospechoso de andar en malos pasos, inevitablemente la PGR o el secretario de la Función Pública tienen que consultar si deben continuar o no con las pesquisas. En el mejor de los casos, remueven sin mayor explicación al funcionario, pero muy esporádicamente se les hace pagar por sus fechorías o reintegrar dinero y propiedades mal habidas a la sociedad.

El mandato del FBI consiste, precisamente, en que sea independiente del gobierno en turno para poder investigar a quien quieran y al nivel político más alto. En la audiencia que sostuvo ante el Senado norteamericano, James Comey reveló dos asuntos muy serios: que los rusos habían intervenido en la vida política de Estados Unidos y que el presidente le había pedido lealtad personal para que suspendiera las investigaciones que estaba realizando sobre el malogrado asesor de Seguridad Nacional, Michael Flynn. La negativa de Comey a cumplir con la instrucción presidencial y a declarar en público que Trump no era sujeto de investigación alguna, llevó a que el presidente lo destituyera del cargo. Esa fue la única fórmula que se le ocurrió a la Casa Blanca para detener las investigaciones. Fue sintomático que ninguno de los senadores, incluyendo a los republicanos, haya puesto en duda la palabra de Comey y menos aún que hayan salido en defensa del presidente. Ahora es Trump el que tiene la carga de la prueba para desmentir al cesado director del FBI.

Solamente si Trump exhibe las grabaciones de sus conversaciones privadas, podría librarse limpiamente de la sospecha de que intentó obstruir la justicia.

En México, una de las pocas posibilidades que existen de que los gobernantes sean investigados y procesados es que su partido pierda las elecciones y quienes los sustituyan tengan la voluntad política de perseguirlos. Sin alternancia en sus estados, habría sido muy remota la probabilidad de que Duarte y Borge hubiesen sido arrestados. Por esa razón y por la carencia de instituciones verdaderamente independientes, la mayor preocupación de un gobernante saliente es que detrás de él o ella, llegue alguien de un partido distinto.

Así las cosas, el atractivo para manipular las elecciones es más alto que nunca; evitar que gane la oposición es la mejor garantía para no pisar la cárcel.

La actuación del FBI muestra la solidez de una democracia madura. Curiosamente, si Trump cae, la democracia y el prestigio de Estados Unidos resultarán fortalecidos. En México, mientras tanto, damos pasos hacia atrás, situándonos más lejos de una genuina rendición de cuentas y de instituciones que respondan a los ciudadanos y no al poder.

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