Programas sociales, ¿cómo se mide su eficacia?
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Uno de los más estrepitosos fracasos que en materia de políticas públicas se ha experimentado en nuestro continente es el relativo al combate de la desigualdad. Luego de casi cuatro décadas de diseñar e instrumentar programas “sociales”; es decir, programas orientados a disminuir la brecha entre ricos y pobres, en la mayor parte de Latinoamérica las cosas siguen exactamente igual que al principio.
Y eso es para decir las cosas en términos optimistas, porque sólo puede considerarse que no ha ocurrido nada, si el tamaño de la pobreza se mide en términos porcentuales, pues hoy existe más o menos la misma proporción de pobres que había cuando comenzó a “combatirse” la desigualdad.
Sin embargo, si el fenómeno se observa desde la perspectiva cuantitativa, aunque el porcentaje de pobres no haya crecido -o incluso allí donde registra disminuciones marginales- el número de personas que se ubican en la línea de la pobreza o de la miseria es mayor ahora que antes.
Tal realidad no puede explicarse sino a partir de un hecho: los proyectos emprendidos desde el sector público para disminuir la distancia que separa a quienes más tienen, de aquellos que nada poseen, no han impactado en la raíz del problema.
El comentario viene al caso a propósito del reporte que publicamos en esta edición, relativo a la intención de la Auditoría Superior del Estado de “evaluar” el impacto de los programas sociales implementados en Coahuila en términos de modificación de la realidad.
Se trata de un enfoque novedoso que resulta deseable a fin de que los programas sociales puedan reencauzarse en el futuro cercano y dejen de ser lo que, al menos en la percepción colectiva son en este momento: apenas un instrumento de control electoral de las personas menos favorecidas.
Y es que para nadie es un secreto que los gobiernos emanados de todos los partidos políticos tienen en la política social, más que un instrumento para abatir la desigualdad, una herramienta para conseguir votos y mantenerse en el poder.
La incorporación al padrón de beneficiarios de un programa social pasa, en muchos de los casos, por el condicionamiento de “lealtad” electoral a las siglas de quien “hace el favor” de incluir el nombre de una persona en la lista de quienes recibirán dinero, bienes o servicios con cargo al presupuesto público.
Valdrá la pena, en este sentido, que el esfuerzo anunciado por la ASE constituya realmente un mecanismo para medir de forma objetiva el impacto que la inversión en programas sociales tienen en términos de la calidad de vida de las personas y cómo estos pueden -o no- apoyar la movilidad social.
Esperemos pues que el mecanismo de evaluación diseñado esté inspirado en estándares internacionales capaces de garantizar que la medición no termine simplemente incrementando el costo presupuestal de una política social que pareciera condenada al fracaso perpetuo.