Historia de terror de Saltillo: tener un paciente hospitalizado
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“Abuelita, papá se cayó del techo”, fue la primera frase que escuchó la señora Daniela al responder su teléfono.
“¡Pero cómo que se cayó del techo, si está muy alto!”, respondió.
“Sí, abuelita, vente al Seguro 2”, le dijo su nieta.
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Doña Daniela ya no recuerda si colgó o le dijo algo más. Ese día, el primer martes de julio del año pasado, corrió a la Clínica 2 del IMSS, temiendo el peor de los escenarios, esos que se piensan cuando a una persona querida le pasa algo grave.
Llegó poco después de las 11:00 de la mañana y su hijo ya estaba en el quirófano, sin muchos datos y pocas esperanzas, pues había caído del segundo piso de su casa.
Se sentó afuera del hospital, en una de las escaleras, a dos metros y medio del área de ingreso de las ambulancias. Era un día de más de 30 grados, pero ella no evadió el sol aunque le pegaba de frente, porque no hay un lugar donde puedan esperar los familiares.
Su nieta le contó que su papá subió al segundo piso para arreglar una lámina que se había soltado en el techo. Roberto nunca le ha tenido miedo a las alturas, así que con facilidad se paró en el techo a 12 metros de altura.
Guadalupe, su esposa, hacía la comida al ritmo de Maná, cuando escuchó que alguien tocaba a la puerta con mucha fuerza.
“Se cayó un hombre de su techo”, le dijo un señor del que ya no se acuerda.
Guadalupe salió corriendo. Llamaron a la Cruz Roja, pero no había ambulancias y tuvieron que esperar. Después de casi una hora, Roberto fue trasladado.
Roberto estaba consciente. Quería levantarse, pero no podía. Tenía 28 huesos rotos.
Entró de inmediato a una cirugía que duró seis horas y 20 minutos, tras las cuales un médico salió a hablar con los familiares.
“Está grave, pero estable. Estará en terapia intensiva”.
También les dijo que no podían estar afuera porque es mucha gente la que llega al IMSS. La recomendación: que solo una persona se quedara en espera de los avances médicos.
“Pero aquí estamos todos para apoyar a mi nuera, ¿cómo me dice que nos vayamos?”, refutó la señora Daniela. El médico solo asintió con la cabeza.
Como enfermera jubilada, se dice sorprendida por la cantidad de personas que llegan a emergencias.
“Antes, cuando yo trabajaba, llegaba una ambulancia cada tres horas y ahora hasta se amontonan. Es mucho el sufrimiento que ve uno”.
Luego, ya como a las 9:00 pm, salió un médico.
“Sigue en terapia intensiva. Si dentro de 24 horas él no tiene una reacción, vayan buscando los servicios funerarios”, sentenció.
Ese día, ni un solo familiar se movió. Al contrario, llegaron más para apoyarlas en medio de la angustia, el vaivén de las ambulancias y ese olor característico, mezcla de contaminación de autos, comida y alcantarilla.
Se fueron a urgencias y se sentaron. A los 10 minutos llegó una enfermera.
“No se pueden quedar aquí. Tienen que salir porque aquí llega mucha gente infectada y se pueden enfermar. Mejor vayan a su casa, porque afuera hay mucho indigente”, subrayó.
Doña Daniela, su nuera y nietas salieron y se quedaron afuera, en donde no solo había indigentes, sino también personas que llegaban a ayudar. Gente que les dio de comer, café. Y aunque era evidente que profesaban una religión, nunca les cuestionaron a qué religión pertenecían, ni trataron de evangelizarlas.
Al día siguiente, Roberto dio señales y los servicios funerarios ya no fueron mencionados. Sin embargo, por la gravedad de las heridas, estuvo un mes en terapia intensiva. Treinta días en los que sus familiares estuvieron durmiendo por lapsos y mal comiendo.
“Todo ese mes no tuvimos ni hambre, ni sueño, solo la esperanza de que mi hijo saliera vivo. No voy a mentir, la atención que le dieron los doctores fue de primera, pero todo lo que uno vive afuera, a la espera, es una verdadera historia de terror”, refirió doña Daniela.