Recorrido por Saltillo (2)

Politicón
/ 20 mayo 2018
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La Plaza de Armas ha sufrido muchas transformaciones en su fisonomía a lo largo de casi cuatro siglos y medio de existencia. Algunas veces profusamente arbolada y algunas bancas metálicas o de madera, otras con jardines planos, en formas geométricas, adornados con plantas de matorral y corredores con bancas de azulejos blancos. Hasta 1930 tuvo un kiosco en el centro desde el cual las bandas musicales ejecutaban las serenatas, y en 1930 se suprimió para instalar en su lugar la fuente de las Ninfas. A fines de la década de 1970, los jardines fueron suprimidos totalmente para darle imagen de zócalo, con la fuente en el centro y múltiples postes de iluminación. Poco le duró el aspecto de “gran plaza” para volver a la tradición de jardín público.

Al lado sur de la plaza corre la calle de Juárez, que en su extremo poniente topa en la de Morelos. En otros tiempos, las dos calles fueron las más importantes de la ciudad, razón que explica la fachada principal del otrora famoso Hotel Coahuila con frente a la calle de Juárez, y la instalación, en 1837, de las primeras farolas de gas del alumbrado público en la calle de Morelos, que antiguamente se llamó calle de la Estrella en su tramo de Victoria a Ramos Arizpe, y de ésta al sur calle del Huizache. En las últimas cuadras de Juárez existen todavía construcciones antiguas importantes, entre ellas el Recinto de Juárez, el Casino de Saltillo, y enfrente de este la casa que fuera la Secretaría de Cultura. A un costado del Palacio de Gobierno está la antigua Casa Carrillo, en la que se dio apertura, en 1867, al Ateneo Fuente y donde funcionó durante sus primeros tres meses de vida.

Volvemos los ojos hacia atrás, al oriente, para posarlos en la tradicional placita de San Francisco, ahora pegada a la Plaza Ateneo, levantada en homenaje al glorioso colegio que por 65 años tuvo su sede en ese sitio; el templo de San Francisco, cobijo de la orden franciscana en lo que fue la antigua villa del Saltillo, y junto a él el muy antiguo templo bautista; antiguas casas de adobe, construidas a la usanza antigua, pegadas una a la otra y ésta con la otra, formando la manzana completa una especie de fuerte que brindaría protección y apoyo a los vecinos en caso de ataque prolongado a la población, pudiéndose comunicar por las azoteas y por las huertas y corrales colindantes al centro de la propia manzana.

Desde aquí, siempre mirando al oriente, se confirma la condición de valle de nuestra ciudad: un extenso valle rodeado de montañas, las azules cordilleras que forman la Sierra Madre Oriental. Por este lado, atrás de la sierra de Zapalinamé, emerge todos los días el sol. Montaña de Zapalinamé, tan cercana a Saltillo que se antoja la pared de fondo a la escenografía del caserío. Llamada también, en otros tiempos, la “Sierra del Muerto” por los picachos que forman la silueta de un gigante tendido en la cima.

Zapalinamé fue el último caudillo de los huachichiles asentados en la región. Valiente guerrero, se enfrentó a los españoles en dos grandes levantamientos. La leyenda cuenta que, vencido, aceptó establecerse con su tribu en el valle del Saltillo, pero no le gustó el trato que daban a su gente y decidió llevarlos a vivir en las entrañas de la montaña, y allá murió el caudillo. Los suyos lo tendieron boca arriba en la cima, en señal de tributo a los dioses, y éstos, conmovidos por la muerte del guerrero, lo agigantaron e hicieron que la montaña tomara la forma de su cuerpo. Es claro su perfil, la línea de la frente marca las cejas y baja a los huecos de los ojos para elevarse en la nariz y luego en el recio mentón; brazos cruzados sobre el pecho, vientre abultado, largas piernas que terminan en los pies con las puntas levantadas hacia el azul del cielo: Zapalinamé, “indio dormido”, el gran vigía del Saltillo.

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