Ritos y tradiciones
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Los saltillenses somos gente de tradiciones. Quizá más que de tradiciones, de usos y costumbres, de ritos que se ponen en práctica conforme a los modos de vida adoptados por las familias. Algunos, como los relativos al arte de la cocina conservados por la línea femenina, resultan difíciles de ubicar en la época en que se generaron. La forma de preparar algunos platillos, postres o dulces se conserva porque “así lo hacían en casa de mi abuela” o “como lo hacía mi mamá”, o mi suegra o la tía fulanita, zutanita o menganita. Seguramente, aquellas abuelas, las mamás, la suegra y las tías también habían dicho lo mismo.
Muchos usos se han perdido con el tiempo. “Se hace tru-tru y cajeta”, anunciaban los carteles colocados en las ventanas de algunas casas, a veces junto a otros que decían: “Hospital de medias”, “Este hogar es católico” o “Viva Cristo Rey”. Ahora, el bordado tru-tru se ha mecanizado, y los ates de los supermercados desplazan a las cajetas saltillenses, caseras y sabrosas, hechas con membrillo, perón o manzana. Y no hablemos de la desaparición de la jalea de membrillo, un producto que conquistaba el paladar más exigente y que era como el corolario de la elaboración de la cajeta. Los procedimientos industriales del ate ya no permiten su fabricación porque no separan el agua en la que se coció la fruta, a partir de la cual se prepara la jalea. Al levantar la cosecha en los meses de agosto y septiembre, en casi todas las casas se preparaba suficiente cajeta para cubrir los requerimientos anuales de la familia y aun para regalar algunas marquetas o platones.
El paso del tiempo ha modificado también las prácticas de la época navideña en las cocinas de la ciudad. Antes, desde los últimos días de noviembre, las habilidosas mujeres se daban a la tarea de realizar viejos ritos culinarios echando mano de las recetas transmitidas de generación en generación, cuyo producto final hacía las delicias de chicos y grandes en las fiestas de Navidad. Así, al mismo tiempo que iniciaban a las niñas, las más experimentadas manos preparaban y aderezaban verdaderos manjares caseros. Primero el pastel navideño de frutas, para darle tiempo de “madurar” y envinarlo suficientemente. Los buñuelos, que se desmoronaban de sólo mirarlos; la nogada, más buena si era de piloncillo; los cuernitos de nuez, los polvorones, la pasta flora y la repostería tradicional; los quesos de nuez, de piñón y de almendra; las manzanitas de amor, los rollos de nuez y los “chismes” envueltos en papel de china en colores rojo y verde, y muchos otros dulces de la temporada. Algunas familias todavía los preparan y los ofrecen en venta para ayudarse económicamente.
Yo recuerdo con gratitud aquellas tardes en las que acudían a nuestra casa las tías Virginia Uribe y Elisa Dávila para preparar con mi madre el tradicional pastel navideño de frutas. Con ellas llegaba a la casa el olor de la Navidad, y cada una de las tardes subsecuentes la dedicábamos a preparar la repostería y los dulces decembrinos. Muchas cosas aprendimos de las tías. Entre otras, Virginia me enseñó a preparar esos deliciosos panecillos rellenos de crema llamados “choux”, y de la tía Licha recuerdo, por ejemplo, el rito de la oración al emprender camino. Cada vez que salíamos a carretera, ya fuera rumbo al Huachichil con el tío Ramón para pasar unos días en El Zacatal, o en viaje a Laredo, ella invocaba fervorosamente en jaculatorias al Señor del Buen Camino para que nos llevara “sanos y salvos a nuestro destino”, y a “san” Sebastián de Aparicio rogaba que a su vez, rogara por nosotros. Apenas me entero que al patrono de los camineros, el aún beato Aparicio, primer fabricante de carretas del País y gran constructor de caminos en la Nueva España, se le venera también como el primero de los charros mexicanos y santo patrono de la charrería en México, aun y cuando no ha alcanzado la máxima categoría católica.