Trump y la decadencia del imperio
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En alguna parte lo leí —con lo cual quiero reconocer la autoría de la frase en alguien más— pero ya no recuerdo en dónde: los Estados Unidos son el único imperio de la historia de la humanidad en transitar de la génesis a la decadencia, sin pasar por el esplendor.
La frase no es del todo justa, desde luego, pero retrata de manera más o menos adecuada la situación actual del vecino país del norte, al menos desde el momento en el cual comenzó a ser gobernado por un individuo cuyas credenciales le acreditan, cuando mucho, como un troglodita.
La síntesis apretada de sus desatinos ha sido condensada en la magnífica portada de la revista Time, correspondiente al número del próximo 2 de julio, en la cual se contiene una pieza de humor negro digna de la inmortalidad: la frase “welcome to America” enmarca un fotomontaje en el cual se aprecia a una pequeña —llorando— que parece ver a Donald Trump mientras éste le devuelve una mirada probablemente condescendiente pero inhumana.
La imagen de la niña es real: corresponde a la de una pequeña, de apenas dos años de edad, mientras observaba la detención de su madre —de origen hondureño— en la fronteriza ciudad de McAllen, Texas. La estampa fue capturada por el fotógrafo John Moore, quien ha cubierto largamente los operativos de la Patrulla Fronteriza en la línea divisoria entre México y los Estados Unidos.
La de Trump también lo es, desde luego, pero la composición gráfica constituye un recurso editorial de los directivos de Time para retratar a una administración cuya política exterior se ubica de espaldas a cualquier sentido mínimamente humanitario.
La imagen pretende llamar la atención respecto de una de las noticias más relevantes de los últimos días: la traducción material de la política de “tolerancia cero”, dictada por el presidente de los Estados Unidos, según la cual los inmigrantes ilegales son criminales y, por tanto, deben ser procesados en las cortes de los Estados Unidos.
Pero si los inmigrantes ilegales son delincuentes, entonces deben ser arrestados y conducidos a prisión. El problema surge cuando esos “delincuentes” vienen acompañados de menores de edad, a quienes no puede arrestárseles pues no son imputables por conductas delictivas.
La solución “humanitaria” descubierta por la administración Trump fue la de separar a los adultos de sus hijos y conducir a estos últimos a instalaciones en las cuales fueran “resguardados”, a la espera de una definición respecto del futuro de sus progenitores.
Y mientras no estuvieron disponibles las imágenes de los postmodernos “campos de concentración” de Trump, la fórmula pareció funcionar… siempre y cuando se entienda por “funcionar”, el hecho de servir de presión política a los integrantes demócratas del Congreso de los Estados Unidos, quienes se niegan a otorgar su voto a las propuestas de la Casa Blanca para modificar las leyes migratorias de dicho país.
Pero en cuanto las imágenes de las jaulas le dieron la vuelta al mundo, la condena generalizada cayó sobre el principal inquilino de la Casa Blanca y ello le obligó a cesar en el proceso de separación de familias y a ordenar la reunificación de aquellas a las cuales ya había afectado la medida.
Un triunfo de la política, dirán algunos. Probablemente, pero esa no es la lectura más importante del episodio. La más relevante es la relacionada con la evaluación moral de una medida como la descrita, dictada por parte el gobierno de un país cuya aspiración es ser considerado el faro más reluciente de la libertad en el planeta.
Para muchos, lo sé, Estados Unidos está muy lejos de ser tal cosa y apenas califica en la categoría de imperio postmoderno cuyo presidente aspira a ser considerado un ser omnipotente.
Para esos mismos, lo ocurrido en los últimos días demuestra cómo el “imperio norteamericano” se encuentra en su etapa decadente, pues quienes le gobiernan se revelan incapaces de asumir su posición de superioridad como una responsabilidad y lo hacen más bien plantándose frente al mundo como individuos dotados de la posibilidad de asumir cualquier decisión respecto de su propia soberanía.
Mucho de emperador tiene Trump en su conducta. Y, sin duda alguna, sus actos lo relevan como un emisario de la decadencia, es decir, como alguien lejano a cualquier intento de llevar a la comunidad a la cual encabeza hacia el esplendor.
El diagnóstico, por supuesto, sirve de poco para regodearnos en la aparente “tragedia” del pueblo norteamericano y de mucho para preocuparnos por nuestro futuro.
Y esto es así porque, antes de causarse daño a sí mismo, el “emperador decadente” nos perjudicará seriamente con sus actos. No nos alegremos pues por la decadencia del “imperio estadounidense”, sino más bien preparémonos a resistir las consecuencias de ser sus vecinos.
¡Feliz fin de semana!
@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx